El origen de todo

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

La presumida división entre el "estado natural" y las sociedades modernas fomenta una perspectiva limitada que impide ver las transformaciones, experimentos y retornos de la humanidad a lo largo de su historia.

Stonehenge, conjunto megalítico cerca de Salisbury, en Inglaterra. (Biblioteca del Congreso)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Hace un par de meses salió el libro de David Graeber y David Wengrow que venía haciendo ruido. Desde el título: The Dawn of Everything: A New History of Humanity. (Los orígenes de todo: Una nueva historia de la humanidad). Tristemente, Graeber murió el año pasado, a los 59 años. Fue un autor prolífico, brillante y un tanto descosido. Quizá haya sido más famoso por su activismo político, como organizador del movimiento Occupy Wall Street. Y en eso se parece a Chomsky: en ambos se instaló un atarantamiento político, mezclado con una obra teórica de gran calado. La filosofía del lenguaje de Chomsky es uno de los pasajes brillantes del pensamiento reciente; lo poco que conozco de la obra de Graeber (Fragmentos de una antropología anarquista, y Trabajos de mierda) es más disparejo, un claroscuro con luces muy brillantes y muchos tramos de oscuridad sin misterio. De David Wengrow, este es el primer libro que veo, pero en sus entrevistas (en YouTube hay muchas) resulta un arqueólogo inteligente que, por temor o convencimiento, parece ceder con frecuencia a la moda de las correcciones políticas. Como sea, este nuevo libro tendrá que aparecer pronto en español, porque vale mucho la pena... incluso con las molestias que pide al lector.

Sobre todo su crítica primera y de arranque: ese mito que supone que la humanidad pasó de unas tribus de cazadores-recolectores (el comunismo inocente original) a la división y jerarquías, merced a la propiedad privada y la agricultura. Al parecer, los irrita el dilema entre las versiones vulgares, tanto de Hobbes (la vida en estado natural se da "sin artes, sin letras, sin sociedad, y lo que es peor, el miedo continuo y el peligro de muerte violenta: y la vida del hombre, solitario, pobre, desagradable, brutal y breve"), como de Rousseau (que no logra explicarse “por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al débil, y el pueblo a comprar una tranquilidad ideal al precio de una felicidad real”). Ese dilema, dicen con razón Graeber y Wengrow, está muy mal planteado: las sociedades han sido mucho más imaginativas, dadas a experimentar, ávidas de cambios y retornos, de lo que deja ver esa estrecha rendija teórica. Gran punto, aunque resulta curioso que un antropólogo y un arqueólogo usen despectivamente el término de “mito”. Al parecer, les resultan ricas las mitologías de los pueblos intocados por la modernidad, pero desprecian la propia —es verdad que rota— mitología de las sociedades modernas, con lo cual, aunque sea parcialmente, muestran que incurren en lo que refutan. No les habría venido mal esa lección de Eliade, a quien admiran, o Roland Barthes, que no aparece citado en el libro.

Dejo ver que me han hecho enojar. Pero también, y más, los celebro. Su voluntad de hacer “mejores preguntas” lleva por un derrotero que requiere la cautela del lector, para no extraviarse, porque, en efecto, el desmedido título del libro se cumple en intento. Primero, no incurren en la ingenuidad de suponer a las sociedades como una evolución en la intelección, o la ética, o las capacidades. Bien saben que cualquier persona, de cualquier época, está igualmente equipada, moral e intelectualmente, que cualquiera otra.

Se solazan con la historia del jefe hurón Kondiaronk (1649–1701), hombre notable, admirado por su retórica forense y la agudeza en sus debates, cuyas estratagemas envolvieron a otras tribus y a los franceses en una política que no lograron descifrar. Interpretan bien las estratagemas de Kondiaronk y subrayan en su caso lo mismo que habían señalado Lévy-Strauss (no hay lenguajes primitivos); Piaget (los niños adquieren el lenguaje como estructura completa, no juntando piezas e imitando), Pierre Clastres (las sociedades indivisas carecen de Estado porque quieren, no por incapacidad). El hecho es que la sociedad política, como el lenguaje, existen ya echados a andar. Por ejemplo, el niño que comienza a hablar y dice “yo sabo”: no es una imitación: nadie en su familia habla así. De pronto, el lenguaje ya está ahí, organizado. Lo descubrimos solamente porque el “error” (conjugar un verbo irregular como si fuera regular, ¿es de veras un error?) llama la atención sobre la organización mental. Es decir: no hay sociedades en situación de infancia; no hay política ingenua; no hay “pueblo bueno”. Solamente humanos en forma completa. La ingenuidad de considerar primitivos o infantes a otros es un retorcimiento narcisista. Ya por eso habría que leer este libro.

AQ

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