El placer de escuchar a José de la Colina

In memoriam

Era imposible no compartir las emociones de Colina, sus risas y ocasionales nostalgias, su implacable ironía; este texto lo evoca desde una amistad de 20 años.

El autor de 'Libertades imaginarias' (Santander, 1934) murió el 4 de noviembre en su casa, al sur de la Ciudad México. (Foto: Paola García)
Ciudad de México /

Conocí a José de la Colina a principios del año 2000, en la redacción de Milenio Diario, donde ambos colaboramos desde su fundación. La energía, el humor, la risa, la ironía de Colina me cautivaron desde el principio de la misma manera que mucho antes lo hicieron sus cuentos (“La tumba india”, por ejemplo) y sus críticas de cine. Una noche, después de abandonar la tertulia del Salón Palacio, donde cada viernes coincidíamos un grupo de amigos liderado por Ignacio Trejo Fuentes, me ofrecí para llevarlo a su casa en mi auto. En el trayecto, lento por el tráfico y la lluvia, fue la primera vez que platicamos solos. Me habló de los tertulianos de los que acabábamos de despedirnos. “Yo los quiero”, me dijo. Me habló también de libros y autores, de sus amigos y compañeros de generación —la generación de la Casa del Lago—. Los recuerdos y las reflexiones se fueron hilvanando, haciendo breve ese viaje de tal manera que al llegar a su casa todavía permanecimos unos minutos en el auto, podría decir que platicando, pero no sería verdad. Colina hablaba y yo experimentaba el placer de escucharlo.

Un día me contó una historia extraordinaria. En septiembre de 1937 salieron al exilio su madre, su hermano Raúl y él, mientras don Jenaro, su padre, permanecía luchando con el ejército republicano. Viajaron a Francia y luego a Bélgica, no tenían noticias del padre y todo hacía suponer que estaba muerto. José Novel, que así se llamaba entonces, y Raúl permanecían encargados en la casa de una familia belga mientras su madre, doña Concha, se iba a un pueblo cercano a trabajar como sirvienta para mantenerlos. Un día, al lavar los trastes, ella se sorprendió cantando canciones montañesas, que tan bien le salían, y se dijo:

     —¿Por qué estoy cantando? ¡Yo no debería estar cantando! ¡O quizá estoy cantando porque Jenaro está vivo!

En su descanso de fin de semana, fue a ver a sus hijos, les comentó lo sucedido y la decisión de buscar a su marido en los campos de concentración. Ella no conocía el idioma del país en que estaban ni tenía otros días que los de asueto para buscarlo, pero lo hizo. Con Raúl y José Novel, de cuatro y cinco años de edad, respectivamente, recorrió los campos de concentración:

     —Hasta que encontramos a mi padre —decía Colina.

En nuestras reuniones, Colina me fue regalando sus “marmóreas”, como les decía a sus memorias, que muchas veces rubricaba con una carcajada formidable.

Al llegar a México en 1941, al barrio de La Merced, lo primero que lo sorprendió fue el pan de dulce. Un pan fabuloso: las conchas, las chilindrinas, las magdalenas, los condes. “Se ve que teníamos hambre”, decía con una sonrisa.

En Bélgica vio por primera vez una película: King Kong. Su madre tuvo que salirse con él antes de que terminara porque comenzó a llorar en la escena donde los aviones atacan al gigantesco gorila hasta hacerlo caer del Empire State, provocándole la muerte. Su pasión por el cine, sin embargo, nació en las salas de segunda corrida en los alrededores de La Merced. Contaba que solía ir al Cine Estrella, donde pasaban exclusivamente películas de la Metro, y ahí se quedaba todo el tiempo posible. A veces, cuando ya había anochecido, su madre iba a buscarlo.

     —Imagínate a mi pobre madre —recordaba—, entrando a la sala oscura gritando:

     —Pepe Novel, Pepe Novel, ¿dónde estáis?

Y a todos los demás vociferando:

     —¡Ya cállese, pinche gachupina, deje de estar molestando!

Las carcajadas lo interrumpían; luego, con un suspiro, continuaba:

     —Las cosas que pasaba mi madre por mí.

A veces, Colina me habla de su infancia y adolescencia, de la ciudad que entonces conoció y caminó infatigablemente, y a la que pese a todos sus horrores continuó amando sin remedio. Con sus amigos del Colegio Madrid jugaba a la Segunda Guerra Mundial, echaban volados para ver quiénes eran los americanos y quiénes los nazis o japoneses, porque nadie quería ser del Eje.

     —Para nosotros la Segunda Guerra Mundial era una fiesta —recordaba—, con el mundo lleno de noticias, con películas americanas como Aventuras en Birmania o Dios es mi copiloto, las típicas películas de guerra. Y cuando vimos Casablanca Bogart se volvió nuestro héroe. Es una película extraordinariamente viva, increíble, pero todo en ella es un disparate, como cuando Ingrid Bergman y Bogart están besándose frente a una ventana, se empiezan a oír los cañones de la invasión nazi y ella pregunta: “¿Son los cañones o son los latidos de mi corazón?”

Era imposible no compartir las emociones de Colina, sus risas y ocasionales nostalgias, su implacable ironía. Era imposible no envidiar el amor y la admiración que sentía por su padre, un hombre intachable, “el obrero más guapo de Santander”. Un día, al comienzo de nuestra amistad, le pregunté qué hacía su padre.

Su respuesta fue contundente:

     —¡Mi padre me engendró. ¿Te parece poco?!

Entonces nos reímos a carcajadas pero hoy puedo decirle que no, don José, no me parece poco.


Una versión de este texto fue leída en un homenaje a José de la Colina.

ÁSS

  • José Luis Martínez S.
  • Periodista y editor. Su libro más reciente es Herejías. Lecturas para tiempos difíciles (Madre Editorial, 2022). Publica su columna “El Santo Oficio” en Milenio todos los sábados.

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