Como muchos de los libros de Gabriel Zaid, El poder corrompe (Debate, México, 2019) es una reunión de ensayos, pero con una peculiaridad: aunque tiene la articulación de una obra orgánica y unitaria, Zaid no se propuso escribir un libro expresamente sobre la corrupción: ya estaba ahí, escrito a lo largo de 40 años, disgregado entre otros libros. Caso raro en cualquier autor, que sus ensayos sueltos pudieran organizarse en una nueva obra sin redundancias ni contradicciones, pero no en Zaid: cosa del orden y la claridad moral e intelectual. Tampoco es un libro azaroso porque tener razón no es un accidente.
Crear conocimiento requiere investigar, averiguar, interrogar, indagar... Pero cuando se habla de corrupción, estos verbos se transforman en una persecución cuyo resultado casi siempre es la denuncia. Construir conocimiento o construir culpa. Desde la serpiente y la manzana del Génesis, la condición humana lidia con su propia corrupción en un constante esfuerzo, sin esperanza de llegar a la meta: la perfección es imposible, pero la mejoría es obligatoria.
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La crítica de Zaid a la corrupción es un muestrario de sus recursos como escritor: la ironía, la confrontación de los discursos con los actos, los usos equívocos o pervertidos de los recursos, la necesidad de hacer pública la vida pública. Pero lo separa de otros autores el constante ejercicio de imaginación creativa que se pone a generar ideas y soluciones.
El poder corrompe no es un libro de denuncia, como tampoco lo fue el Elogio de la locura. Y pienso en esa obra de Erasmo porque en su momento fue vista como una amarga delación de la corrupción humana cuando era, en realidad, una apuesta absurda: no hay salida de la condición abajada y corrompible del ser humano. Luchar contra la propia naturaleza es inútil, pero también es el único lugar de redención, cultura, de grandeza humana. A diferencia de Erasmo, Zaid no alarga una analogía; se concentra en casos e ideas que desmenuza y descubre, además de sus variables y características propias, las constantes constituyentes. La constante humana; la política, presente en todos los gobiernos representativos; y la mexicana, casi siempre desolada: la corrupción “no fue una característica desagradable del llamado ‘sistema político mexicano’. Fue el sistema político mexicano”. Y se puso peor, porque los corruptos actuales se creen impolutos.
Zaid no toma ideas dadas; se pone a pensar cada una de nuevo y, cuando hay que definir, suele ser incluso más preciso que las definiciones estándar. Esta suerte de precisión literaria llevó a Octavio Paz a definir sus poemas y su prosa como “luz cristalizada”. Si Transparencia Internacional define corrupción como “el abuso del poder encomendado para el beneficio propio” (The abuse of entrusted power for private gain), Zaid es más amplio y más preciso: “La condición necesaria para que la corrupción sea posible es que una persona represente los intereses de otra. La corrupción consiste en apoderarse de un poder encargado, en usarlo como propio”. Es mejor definición porque la de Transparencia Internacional supone el beneficio propio; sin embargo, bien puede ser que no se use para uno mismo sino para una idea descabellada, o en contra de otros, o de cualquier modo torcido cuyo beneficio pudiera ser oscuro o patológico. Es corrupto que un servidor se transforme en opresor, que haya sido elegido para un propósito y desde el poder descubra que la historia lo llama a la eternidad de otro modo.
Zaid muestra y demuestra que la cultura de la transparencia es condición indispensable de una democracia. Pero el punto más notable de estos ensayos es la imaginación como articulación de la constitución misma del sujeto moral, de la ética. Una imaginación que ha de comenzar con el “si” condicional: dudar de uno mismo, sospecharse.
Los psicólogos gringos dicen que los psicópatas no pueden imaginarse a sí mismos como otros: bostezas frente a uno, y nada, no bosteza contigo. Esa empatía viene de la biología, pero hay otra que se construye con cultura e imaginación; por ejemplo, suponer que todos los bípedos implumes, y yo, somos exactamente igual de ciudadanos. No me iguala al prójimo nada dentro de mí, ni nada que defina mi individualidad sino algo fuera de mí, construido con símbolos e imágenes abstractas. Lo que no funciona es que un representante quiera convertirse en lo representado; que el servidor se transforme en mandón; que el presidente se crea mesías.
ÁSS