El porvenir y sus fantasmas

Imaginar el futuro

Cuando las condiciones son superiores, transformar el mundo hacia algo mejor se vuelve una obligación moral.

"La confianza en las máquinas tuvo que aprender a convivir con la desconfianza en las personas". (Ilustración: Supriya Bhonsle | Mixkit)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Desde el siglo XV queda establecida la sintaxis del futuro: vuélvete al pasado y reconstruye las nuevas humanidades y las ciencias experimentales. Con el nuevo ídolo, la tecnología y las máquinas, podemos incidir en el futuro y apropiárnoslo. Y eso de volverse atrás cambió pronto de objeto. No fueron sólo al pasado humano sino al origen de las cosas, sus elementos, hasta los principios. Descartes, Spinoza y Hobbes trajeron la geometría a la raíz de todo lo humano. Amaban el miedo y temían sus pasiones: si el futuro no está del todo en nuestras manos, sí en nuestras máquinas. La suerte estaba echada y el tono era optimista. Este es “el mejor de los mundos posibles”, según hallaba Leibniz, entusiasmado con la racionalidad. Era un cálculo, no un juicio.

Pero pronto se operó un deslizamiento del cálculo al juicio, producto residual y necesario de apropiarse del futuro. Si bien la moral se había desprendido de la teología, también se esparcía como el mal olor que sale de las máquinas que queman carbón. Los optimistas reciben sus primeras objeciones. Voltaire se burla de Leibniz y lo tilda de iluso. Es uno de los primeros indicios de una actitud moderna y todavía actual: los que saben, no pueden dejarse engañar por la ingenuidad de los razonamientos optimistas. Fue injusto cuando lo tergiversa y su versión: “todo sucede para bien en éste, el mejor de los mundos posibles”, es mala lectura (o mala fe) que traslada un argumento lógico a un juicio moral. Había quedado rota la confianza en el futuro: ya no sólo era la posibilidad de transformar el mundo hacia mejor; era también una obligación moral. Y, en tanto moral, imperativa, incluyendo ese otro costado siniestro: con tomar las riendas del futuro azuzamos también la muerte, la guerra, la miseria.

La confianza en las máquinas tuvo que aprender a convivir con la desconfianza en las personas. La posibilidad es tecnológica; las culpas, humanas. El terreno entre el razonamiento transformador y la reflexión ética se convierte en campo de batalla. Lo hacemos cada vez mejor: somos cada vez peores.

En economía, lo mismo: la emoción de Adam Smith cuando advierte la colaboración del mundo entero hasta en las más menudas mercancías. Su versión literaria, la de Xavier de Maistre, que da vuelta al mundo y a la historia sin salir de su recámara, halla luego su contraparte en la lectura materialista de Karl Marx: la explotación, la enajenación… Y acabamos creyendo que el optimismo es ignorancia de la injusticia. Y el optimismo, de ingenuidad, pasó a perversión.

La literatura da cuenta de la transformación: el optimista es ignorante o ingenuo. Se sorprende, porque no sabe que ya todo ha sido dicho y no hay nada nuevo bajo el sol. La modernidad se las apañó para hermanar al saber con el aburrimiento. El entusiasmo es para muchachos y bobos; los advertidos, los que entienden, son los discípulos del ennui de Baudelaire; de la tristeza de la carne y de haber leído todos los libros, como Mallarmé; con Beckett alcanzaron a la certeza de que Godot no llegará, y con Brecht, que “el que ríe / todavía no ha recibido / la noticia atroz”. Los gigantes modernos están llenos de tedio.

Pero el futuro nunca estuvo tan a la mano como ahora, y sus principales frenos son el dandismo moral que funciona como amargura de anticipación, distopía, y el apego a un pasado que creen eterno y no es sino un armatoste que no tiene ni dos siglos: el Estado nación.

Ahora, cuando las condiciones son superiores, cunde la cultura del victimismo, la queja, las cancelaciones; se mira al pasado con rencor. Nunca la humanidad estuvo mejor. Nunca, tampoco, peor. No nos vamos a perdonar que la energía ya no será ni monopolio estatal y ni siquiera costosa; que las comunicaciones son asequibles para todos; que pasada la emergencia, el mundo tendrá como exigencia impostergable el cuidado de la salud de la población entera; que la educación ya ni siquiera requiere del traslado físico, pues adquirir conocimiento no requiere más que unas cuantas teclas.

Entre esa realidad tecnológica y la realidad moral que habitamos hay dos obstáculos: nuestra cultura de resentimiento y, el peor, el necio apego a los Estados nacionales. Ya eran elefantes blancos; con la pandemia se han revelado como paquidermos cuadrapléjicos. Si el nuevo optimismo pudiera persuadirse de que las sociedades son capaces de organizarse localmente y comunicarse globalmente, veríamos estos días como una etapa triste que supimos sortear.

AQ | ÁSS

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