Philippe Sollers en Pasión fija: “Siempre he creído, yo también, que los libros son instrumentos mágicos que señalan cuando conviene y a quien conviene la actitud que se ha de tomar, el camino que se ha de seguir. Fingen ser objetos inertes, pero actúan de manera solapada. El papel contiene átomos que desconocemos, la tinta secreta de las partículas invisibles”.
En la novela de Sollers, esta idea es la brújula existencial del protagonista, un escritor en ciernes y editor de una revista contestataria, que en el París de finales de la década de los 1950 se empeña en hallar el paralelo entre el oficio narrativo y el arte de amar. Se trata de un personaje más escéptico que romántico, pues desde el principio advertimos su intención de suicidarse. Tiene un revólver que arroja al Sena, mas luego de deshacerse de ese instrumento que facilitaría sus planes, permanece largo rato en el Pont Neuf ante el viento helado, con el rostro humedecido por la lluvia y sin dejar de mirar las aguas que lo llaman ante lo que, por un momento, reconoce como el destino. Sin embargo, se equivoca. Su vida empieza apenas. Será estática. Intensa.
Publicada en el 2000 por Éditions Gallimard y un año después en español, Pasión fija es una síntesis de las inquietudes filosóficas, estéticas y políticas de Philippe Sollers. En esa historia de amor y amistad en que confluyen los deleites de la lectura, como la obra de Cyrano de Bergerac, de Lautréamont, del viejo Victor Hugo, de Shakespeare y Rimbaud, o el estudio del I Ching, porque el afortunado personaje halla el consuelo terrenal con Dora, una hermosa viuda cuyo mayor tesoro es la inmensa biblioteca que heredó de su matrimonio con un cardiólogo, Sollers recupera ciertos conceptos de sus biografías noveladas sobre Vivant Denon y Casanova, y principalmente de su ensayo Sade en el Tiempo, y del espléndido apócrifo Sade ante el Ser Supremo, esa epístola que Sollers imaginó que el Marqués pudo haberle escrito al cardenal Bernis, en que revela los malos entendidos sobre la libertad extrema, el postulado principal en la obra de Donathien Alphonse que provocó su arresto en 1793.
Pero volvamos a la idea de los libros como instrumentos mágicos, evidentemente, un guiño a la filosofía oracular, moral o sapiencial del I Ching. En su condición de objetos de átomos insospechados y partículas intangibles que guardan mensajes para un individuo y un momento determinados, Sollers retoma la obsesión de la lectura como presagio, adivinación o vaticinio. El encuentro con las voces que requerimos en instantes de perplejidad o desasosiego, esa conexión que a ratos nos sorprende cuando un relato se bifurca hacia circunstancias del presente o cuando abrimos páginas al azar y descubrimos un párrafo o una frase que esclarece alguna incertidumbre.
Las estanterías de la biblioteca personal, con los tomos que aguardan con paciencia su momento. Hordas de ejemplares que quizá nunca leeremos porque en lo corto que es la vida, llegaron solo por si alguna vez serían de utilidad: ese es el punto al que alude Sollers, y con razón. En un cuento, en la novela, esencialmente, se condensan siglos de enseñanza y aprendizaje. De experiencia. Meditación. Ideología. Deseo y lucha por el cambio, sobre todo si sus héroes son irreductibles al poder, a los poderes. Régimen. Vigilancia. Religión. O eso que se hace llamar el Pueblo, incluso.
Quizá es por ello que en defensa del Divino Marqués, y en consonancia con el pensamiento riguroso de Victor Hugo, Philippe Sollers no titubeó al asentar que “la verdadera filosofía es una novela que no es una novela: tal es la excepcionalidad francesa, incomprensible, inadmisible. Lógico, porque en ella lleva la Revolución” (Sade en el Tiempo).
AQ