Cuando nos referimos al haiku sentimos que hablamos de una forma familiar y característica de la poesía mexicana —fenómeno no exclusivo de nuestras letras, porque esta miniatura ha cobrado fuerza y gran difusión en muchos lugares del mundo. El haiku es japonés, pero también es universal desde hace muchos años. En nuestro caso, este sentimiento proviene, sobre todo, de las composiciones únicas y divertidas de José Juan Tablada realizadas en la breve composición evanescente: “Tierno sauz,/ casi oro, casi ámbar,/ casi luz” o “En la siesta cálida/ ya ni sus abanicos/ mueve la palma”. En nuestra literatura, a partir de Tablada, podemos hallar un desarrollo suave, pero continuo, hasta llegar a la publicación de antologías mexicanas de esta poética, pasando por el pequeño estudio Primor y primavera del “Hai-kai” de Alfonso Méndez Plancarte y las versiones de Octavio Paz de varios poetas clásicos, como Matzu Basho, y su lúcido ensayo Las Sendas de Oku.
Es extraño. Parece muy fácil entender qué es un haiku y más fácil parece escribirlo. En primer lugar, por su pequeñez definitiva: una pieza, muchas veces de diecisiete sílabas, dividida en un pentasílabo, un heptasílabo y otra vez un pentasílabo (5, 7, 5); y, en segundo lugar, por el carácter aparentemente simple de la instantaneidad de su “narrativa”. Sin embargo, no es así. El haiku no es simplemente un hermoso pensamiento sintético; tampoco es una abstracción sensual; y no es una sorpresa, aunque muchas veces, cuando entramos en el universo del poema brevísimo, nos invade una sensación de descubrimiento. En la delicada transparencia de su hondura hay una operación o un estado que no es evidente y, no obstante, nos desconcierta por la sutileza de la expresión y, a la vez, provoca nuestra atención. Tal vez, a pesar de la universalización de este “poemínimo”, para comprender estas pocas sílabas tan significativas tengamos que volver a su idiosincrasia original: a su tierra, a su árbol (el cerezo), a su raíz.
El secreto del haiku (Hiperión, 2024) de Seiko Ota nos ayuda, definitivamente, a aproximarnos a este principio insoslayable. Ota señala que el misterio reside en “dejar hablar a las cosas”, las cosas van a decir lo que sentimos. Desde esta perspectiva, ella nos explica: “En Japón se piensa que el sentimiento nacía del paisaje de la naturaleza y no al revés, es decir, si el paisaje está triste, el haijin comparte ese estado de ánimo”. De ahí que, en el haiku (históricamente precedido por la waka o tanka), el haijin tiene a la mano varios kigos (temas), que pueden ser tradicionales, con hon’i (alusión a las estaciones), o más actuales, gestuales o metafóricos. Quizá también vale la pena observar que la universalización del haiku nos muestra la eficacia moderna de las formas seculares que, gracias a su alto nivel de formalización, devienen vehículos poderosos de expresión por su concepción perpetua, pero, de manera simultánea, por su índole efímera. Estos potentes poliedros transhistóricos conectan no sólo tradiciones lejanas, sino epistemologías contradictorias. De ahí que podamos asociar al haiku hermosos versos como “van mis ojos al agua/ a nadar con los peces” de Antonio Deltoro.
AQ