Hablar de la identidad femenina mexicana nos enfrenta a una pregunta inevitable: ¿desde dónde hablamos? No es sólo una interrogante respecto de la otredad sociológica o cultural, sino que, en términos textuales, nos pregunta: ¿mujer mexicana desde dónde?
Se me ocurre esta reflexión tras un viaje en carretera por el sureste mexicano. Durante esos días, en mi trato con una mayoría masculina de choferes de autobús, camión y taxi, descubrí (redescubrí, había olvidado la lección) que no es lo mismo ser mujer morena que mujer blanca, mujer sola que mujer acompañada, mujer joven que mujer madura, mexicana que migrante... Los matices en el trato —siempre paternalista— varían del coqueteo rudo a las jóvenes al respeto condescendiente por la “madre”, pasando por una serie de gestos que, aunque mínimos y, si se quiere, inofensivos, señalan a las mujeres su lugar en una ciudad, en un estado en particular de la república mexicana.
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Mi punto de partida podrá parecer pedestre, pero si algo aprendí en ese viaje es que lo que importa, a la hora de estar o existir en una sociedad (ligeramente) desconocida, es el rol que ella ha decidido asignarte ese día. El que la viajera se plante ante el mostrador o el chofer de manera más o menos segura puede repercutir o, bien, ser un hecho totalmente ignorado dado que ella es la que solicita, pide o pregunta cómo llegar a un sitio.
Pienso que esta metáfora —la de una viajera solitaria en un territorio relativamente desconocido— nos representó durante muchas décadas como mujeres. Llegábamos a la adolescencia ignorando el lugar que a cada una correspondía en su ciudad o pueblo, cuando los demás ya tenían una idea de cómo o cuál debía ser el destino de una dependiendo, de nueva cuenta, de lo morena o lo blanca, de lo alta o lo baja, de lo fea o lo bonita, de lo gorda o lo flaca, de lo rica o lo pobre que fuese una. Conforme se normalizó la profesionalización de las clases trabajadoras en México, este determinismo casi medieval pareció perder importancia para dar pie a la elección y el esfuerzo como herramientas para el propio destino femenino. Y sin embargo…
"En México, el asesinato sale barato".
Y sin embargo… el principio del siglo XXI mexicano nos recibió con una realidad peculiar en la que nadie en su sano juicio podrá decir que México viva en tiempos de paz y, sin embargo, ningún ejército le ha declarado la guerra a la población que sufre, como en cualquier país en conflicto bélico, secuestros, violación multitudinaria de mujeres, tortura, “derecho de piso” o tributo de guerra. Las guerras, se sabe, son máquinas del tiempo que hacen retroceder a las sociedades siglos en términos ideológicos. Durante las guerras, se sabe, los más frágiles son niños y mujeres, y son blancos predilectos pues matarlos o torturarlos traumatiza y aterroriza a sus pueblos.
En la guerra peculiar en que vivimos, no es de extrañar que la gota que colmara la paciencia de la sociedad fuera la tortura y el asesinato de una niña (mujer + niño) por motivos absolutamente gratuitos. Además, en México, el asesinato sale barato. Probablemente una década de masacres esté insensibilizando a individuos con tendencias psicópatas, pero también les ha demostrado lo fácil que es cometer un asesinato impunemente.
Las mujeres mexicanas vivimos un presente extraño. Por un lado, atendemos a un llamado global de conciencia feminista (un llamado que tiene su raíz en el contradictorio matrimonio entre libertades democráticas y explotación heteropatriarcal) y, por otro lado, atestiguamos el horror creciente de nuestro tiempo y nuestro lugar, de nuestro México. En el caso de miles de mujeres, atestiguar el horror ha significado vivirlo: experimentar la desaparición o el asesinato de una hija o una hermana. Muchas mujeres han llegado al activismo así: forzadas por un destino que ni ellas ni sus hijas o hermanas hubieran diseñado. La empatía de otras proviene de la sensación de peligro que todas hemos sentido por el solo de hecho de ser mujeres y que nos lleva a solucionar muchas cosas de forma más complicada u onerosa. Es decir, pagamos un impuesto o tributo extra por ser mujeres. En Campeche, por ejemplo, pagué un taxi carísimo para salir de una reserva ecológica porque la otra opción era pedir raid en la carretera. Lo pensé unos segundos. “Si fuera hombre…”, me dije a mí misma y cerré el trato con el taxista.
El pensamiento “sensato” nos dice que lo que siempre ha sido de una manera no cambiará. Que a las mujeres solas que piden autostop frecuentemente les ha ido mal a lo largo de las décadas. También se suponía que sólo los hombres debían trabajar, y la Segunda Guerra Mundial demostró lo contrario. La única razón por la que son normales la violación y el asesinato de mujeres es porque la justicia es indolente ante ellos. Por ello hoy es tan necesario un “movimiento radical” como el 9M que obligue a reflexionar a los gobernantes mexicanos sobre la gran deuda que siguen teniendo con sus ciudadanas.
ÁSS