Crecer a partir de nuestras cicatrices: una conversación con Nayeli García Sánchez

Entrevista

La autora de 'Especies tan lejanas' habla de la construcción de la figura paterna y la búsqueda de identidad, del binomio academia-escritura y de quiénes se han erigido como sus faros literarios.

La escritora y editora mexicana Nayeli García Sánchez. (Foto: Ángel Soto)
Ángel Soto
Ciudad de México /

Nayeli García Sánchez se confiesa ratón de biblioteca. Enarbola esa definición con cierto rubor, pero también con visible orgullo. Tiene razones de sobra para hacerlo, pero hay una que destaca: su primera novela, Especies tan lejanas (Sexto Piso, 2024), ha sido posible gracias a un meticuloso encadenamiento de curiosidades y hallazgos. En el desarrollo de su investigación, cada nuevo descubrimiento le estimulaba un nuevo interés.

“Vine a Irapuato porque leí en internet que mi padre había muerto”. Esa frase que hace eco de Juan Preciado —personaje capital de Pedro Páramo— contiene el detonante de esta historia. En una empresa que se antoja disparatada y sin propósito, Natalia consigue arrastrar a su novio hasta ese rincón de México para rastrear las huellas de un hombre cuya ausencia pesa como si el vacío fuera un cuerpo macizo.

Con vocación de coleccionista, la autora conformó durante años un archivo personal que aspiraba a llenar las oquedades de su propia historia. Esa labor le permitió configurar la voz de una narradora tan erudita como propensa al fisgoneo intelectual. “Ante la falta de un cuerpo en concreto a quién llamar padre, una tiene que buscar hacia adentro esa identidad perdida”, cuenta en entrevista.

No es casual que ambas —Natalia y Nayeli— compartan esas cualidades. Esta historia es parcialmente biográfica. Aunque —ya se sabe— aquello que cae en la página deja de pertenecer para siempre al ámbito de lo real.

En Especies tan lejanas, el afecto no es ajeno al repudio. Ambas sensaciones habitan en Natalia, quien no halla mejor manera de sobrellevarlas que transportando su pensamiento al reino de los artrópodos. Así, la prosa de Nayeli ofrece significativos atisbos a una cotidianidad arácnida que apresa con suavidad como las redes de esos bichos.

García Sánchez (Ciudad de México, 1989) estudió Letras en la UNAM y se doctoró en El Colegio de México. Editó la Revista de la Universidad de México y actualmente es editora en Penguin Random House. En esta conversación habla, entre otras cosas, de la construcción de la figura paterna y la búsqueda de identidad, del binomio academia-escritura y de quiénes se han erigido como sus faros literarios.

¿Por qué crees que México sigue siendo un espacio tan fértil para las historias de búsqueda de identidad, especialmente cuando se trata de la figura paterna?

Pienso que tiene que ver con la pregunta constante sobre quién es el mexicano. Tenemos una historia compleja que abarca desde lo precolombino hasta el virreinato, el Porfiriato, la Revolución Mexicana, la institucionalización, los murales de Diego Rivera, la invención del PRI… Es una pregunta siempre abierta y siempre múltiple por el pasado colonial.

Natalia construye una imagen de su padre a partir de pequeñas ausencias. En cierto punto, describe que se identifica con su padre por contraste, como si todo lo que no ve en sí misma de su madre lo encontrara en él. Me interesa saber cómo construiste este imaginario del vacío, y cómo los lectores lo descubrimos junto a ella.

Los coleccionistas tenemos algo de acumuladores y de esquemáticos. Una de las partes más placenteras de tener una colección es organizarla: decidir qué cosas van juntas, separarlas por colores, por sensaciones, o por el lugar donde las encontraste. Quise que esa experiencia de intentar darle un orden a algo personal e íntimo, un principio que solo tú conoces, estuviera presente en la novela. Probé muchos inicios y voces, hasta que me pareció natural y verosímil que Natalia fuera una científica, una bióloga. Los biólogos tienen formación en taxonomía, análisis y segmentación, lo que les da una forma muy analítica de acercarse al mundo. Para Natalia, pensar que la muerte de su padre pone fin al abandono es un intento lógico, aunque tierno y torpe al mismo tiempo, de buscar explicaciones para algo que la incomoda y le duele. En mi concepción de este personaje, hay dos fuerzas que se contraponen: por un lado, la necesidad de organización, de hacer un archivo, de clasificación, y por otro, su incapacidad de habitar el presente. El tiempo para Natalia es como una telaraña. Va y viene porque no puede permanecer en el presente de manera sostenida. Sus pequeñas ausencias la arrastran a los recuerdos, las fantasías o las divagaciones sobre lo que sabe de las arañas. Este ir y venir en el tiempo busca generar una cierta angustia en el lector y crear un velo que separa a Natalia de los demás.

Que Natalia sea bióloga especializada en artrópodos, específicamente en arañas, le confiere una mirada esquemática, incluso analítica al extremo. Sin embargo, elegiste la primera persona para narrarla. ¿Cómo manejaste la distancia emocional que necesitabas para contar una historia tan íntima, sabiendo que está basada en tu propia experiencia?

Fue un reto manejar esa distancia. El archivo sobre mi padre fue tomando forma con un trabajo de psicoanálisis que duró 12 años. Al principio, intentaba resolver la ausencia y el sentimiento de orfandad, pero en algún momento me di cuenta de que eso era imposible. En lugar de “resolverlo”, aprendí a integrar esa ausencia, a hacerla parte de mí sin que me generara conflicto. Había dos maneras de acercarme a este problema: una visión objetiva y otra subjetiva, y quise encontrar un tercer enfoque a través de la ficción, pero en primera persona. Creo que un archivo se vuelve más humano cuando lo interpretas desde adentro, en lugar de observarlo desde una distancia externa. El reto de escribir en primera persona es que los límites de la percepción de Natalia son también los límites de la narración.

La preponderancia del archivo no parece casual, ya que desde la academia has estudiado a tres autoras cuya obra se nutre de este recurso: Cristina Rivera Garza, Elena Poniatowska y Nellie Campobello. ¿Ese estudio previo resonó de alguna manera cuando escribías este libro?

Sí, completamente. Para mí, Cristina se ha convertido en un faro, no tanto como un destino o modelo a seguir, sino como alguien que señala el camino correcto. Me fascina su primera novela, Nadie me verá llorar, donde transforma el archivo en acción, lo lee desde ese lugar. En varias entrevistas, ella ha mencionado que la academia es una puerta de entrada para muchas mujeres. Eso me pareció muy refrescante cuando lo escuché por primera vez, porque en el ámbito académico en el que me formé, especialmente en la UNAM, parecía que tenías que elegir: o eras académico, o eras escritor, o eras editor. No podías ser las tres cosas a la vez.

Cuando Cristina irrumpe en la literatura mexicana, abre una tercera puerta, y no es casual que sea una mujer quien lo haga. Pienso que muchas escritoras de mi generación somos, de alguna manera, hijas o nietas de esa genealogía que Cristina inaugura. Escritoras como Jazmina Barrera, Isabel Zapata, Marina Azahua, Valeria Luiselli, Majo Delgadillo… Muchas hemos recurrido a los posgrados en Humanidades como un medio de subsistencia mientras seguimos escribiendo. Por otro lado, la teoría de Cristina ha influido muchísimo en mi escritura. Ha ensayado múltiples voces narrativas a lo largo de su carrera, desde Nadie me verá llorar hasta El invencible verano de Liliana. Lo ha probado todo, pero también nos ha dado libertad y autonomía. Su principal enseñanza es: sé quién eres.

Otro faro para mí es Julián Herbert, quien tiene una formación más autodidacta. Es un apasionado de la teoría literaria y del guión cinematográfico, conocimientos que no te da ninguna academia. Julián es un hombre culto por obsesión, y eso me parece fascinante.

Parte sustancial de la construcción de este archivo radica en el aspecto científico. ¿Cómo lograste integrar esa información sin perder el hilo emocional de la narración?

Fue un proceso de investigación muy detallado. Decidí que Natalia sería especialista en arañas porque me parecía que estas criaturas reflejaban algo fundamental sobre la experiencia de la protagonista. Las arañas no sufren metamorfosis como los insectos; nacen con todas sus partes y simplemente crecen rompiendo su exoesqueleto. Eso me pareció una metáfora perfecta para lo que Natalia y yo estábamos intentando hacer: crecer a partir de nuestras cicatrices. Integré esos detalles científicos de manera que complementaran la historia, sin sobrecargarla de tecnicismos.

Me da la impresión de que Natalia quisiera ser como una araña, exenta de ataduras y sin la necesidad de conocer su historia familiar. Su gran ironía es que sufre por no poder lograrlo.

Exacto. Natalia daría lo que fuera por ser una araña y por estar entre esos bichos a los que la mayoría de la gente teme. También carga con una culpa profunda por el abandono de su padre y por los sentimientos de odio que guarda hacia su madre. Su manera de lidiar con ello es decir: “No soy tan rara, las arañas también lo hacen”. En el fondo, sólo quiere ser medida bajo otras reglas.

ÁSS

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