Entre cadenas y el “trágala”

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

¿Por qué hay gente que no sólo obedece, sino que desea obedecer?

Los desastres de la guerra, plate No. 5, de Goya. (Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

“Pero, oh Dios grande, ¿qué es esto? ¿Cómo llamaríamos a esa desgracia? ¿Qué vicio es ese, qué horrible vicio el de ver a un inmenso número de hombres, no sólo obedecer, sino servir; no ser gobernados, sino ser tiranizados... ¿No por un Hércules ni un Sansón, sino un hombrecillo, frecuentemente el más cobarde?... ¿Qué vicio monstruoso es este que ni siquiera merece llamarse cobardía, al que no se le encuentra nombre suficientemente feo y que la Naturaleza desaprueba y la lengua se niega a nombrar?”

El autor, Etienne de la Boëtie. Su obra maestra se llamaba “Discurso de la servidumbre voluntaria”, pero nunca la vio publicada; sí reconocida, hecha famosa con su propio título ganado entre copias escritas a mano y circuladas a escondidas: el “Contra uno”. (Hay varias traducciones, pero la mejor es de José de la Colina, publicada en 2001, por Aldus). Esto fue en 1548, pero lo mismo valdría para antes, para hoy, y para mañana.

¿Por qué hay gente que no sólo obedece, sino que desea obedecer? La obrita analiza el absurdo, lo juzga “innombrable”, y enuncia la creencia de que un “Dios bueno y liberal” reserva un castigo singular para los tiranos y sus lacayos voluntarios. Pero no responde la pregunta. Tampoco la respondió Pierre Clastres, en 1974, aunque también halló innombrable la desventura de la servidumbre voluntaria, sin atinar qué diablos lleva a una persona o a un grupo a elegir el sometimiento y no la libertad.

Los ejemplos abundan, sin embargo, y por desgracia: en 1823, una turba absolutista rodeó la carroza del rey, desplazó a los caballos para uncirse ellos mismos y servir de animales de tiro. “¡Vivan las cadenas!” gritaban a coro los realistas que deseaban la restitución del absolutismo de Fernando VII y rechazaban el constitucionalismo de aquellos que se llamaron “liberales”. El clamor original, según Ramón de Mesonero Romanos, cronista original de las indignidades, era “¡Vivan las caenas!", porque comenzó en Sevilla. El lema tiene hasta página de Wikipedia. Un siglo después, ese mismo grito hace rechinar los dientes a José Ingenieros (La evolución de las ideas argentinas, 1918); otro siglo más, Enrique Serna recuerda el clamor de los lacayos y la “nostalgia de la mafia única”, en Letras Libres de febrero del 2012.

El mismo estupor, la misma pregunta para la que ningún sabio halla respuesta y todos reconocen con repugnancia: la servidumbre voluntaria.

No hay que olvidar que el de Fernando VII fue el primer nombre propio enunciado en el Grito de Hidalgo —quien, sin suerte, quiso ser diputado en las primeras Cortes de Cádiz—. De acuerdo: el grito es de 1810 y el episodio de las cadenas es de trece años después. Entre una fecha y otra se cocina una historia compleja de España, pero que no nos es ajena, ni por propia historia, ni por su valor de analogía, más allá de los años.

El final del reinado de Pepe Botella dejó a España partida en dos: los liberales y los absolutistas. El dilema era la soberanía: ¿reside en la Nación (y en la Constitución, representada en las Cortes) o reside en la augusta testa del rey? Los liberales querían, por supuesto, una división de poderes y preservar el poder legislativo para las Cortes y los representantes de la voluntad ciudadana, expresada en el voto. Pero para muchos otros españoles era un honor estar con Fernando VII y juraban lealtad al soberano. Demasiado poco, pero al menos durante un tiempo, España fue la tercera democracia del mundo, después de la estadounidense y la francesa, que también había muerto, a manos de Napoleón. El mayor encono: ¿y quién legisla? Los absolutistas dicen que el rey (y ni revisarle sus decretos); los liberales, que las Cortes y los representantes elegidos. Súbditos contra ciudadanos.

Los absolutistas son, tal cual, el caso de la servidumbre voluntaria. El grito que los exhibe, su “¡Vivan las cadenas!”, se acompañaba de otro lema indigno: “¡Y muera la libertad!”. Los liberales, por su parte, tampoco fueron dechado de sensatez. En las calles, en las tabernas, por las plazas, al paso de la carroza, solían cantar a gritos: “Trágala, trágala/ vil servilón / tú que no quieres / Constitución!”. “Trágala, perro” era el estribillo.

Al final, el mejor testimonio de la estupidez a que lleva la servidumbre voluntaria es la serie de grabados de Goya: “Los desastres de la guerra”. Aquel encono no nos es ajeno: hay quienes legislan sin haber leído lo que aprueban. Pero es importante que nuestras canciones sean mejores que aquel indigno “Trágala”.

AQ

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