¿Cómo aparece el otro, el distinto, aquel que el siglo XIX llamó salvaje o incivilizado? Los científicos británicos Charles Darwin y Alfred Russell Wallace coinciden con Herman Melville en que, más allá de costumbres contingentes, lo diferente es el cuerpo. El nuestro está echado a perder, el de ellos es hermoso, armonioso, sano. Ninguno cae en el repugnante vicio de la robinsonada, el buen salvaje o la victimización de Rousseau, y todos prefieren su civilización a la prestancia corporal.
En 1846, a la mitad de la primera novela de Melville, Typee: A Peep at Polynesian Life (“Taipí, un asomo a la vida polinesia”), el narrador recuerda “que estos isleños no obtenían ninguna ventaja del uso de la ropa, sino que aparecían con toda la desnuda simplicidad de la naturaleza, no pude evitar compararlos con los finos caballeros y dandis que pasean sus figuras tan ordinarias por nuestras transitadas calles. Desprovistos de los precisos artificios del sastre y erguidos en el atuendo del Edén, ¡qué lamentable visión serían esos gatos de hombros caídos, piernas canijas, cuellos de grulla, que son los hombres civilizados!”.
En Alfred Russell Wallace existe una comparación muy semejante: el magnífico cuerpo desnudo de los “salvajes” y el encorsetado cuerpecillo de los civilizados. A diferencia de “los modernos citadinos, adoradores del oro y de la moda”, dice: “Antes que ser un hombre como aquellos / Quisiera ser indio de aquí, vivir contento / de pescar y cazar y remar en mi canoa / ver crecer a mis hijos como jóvenes cervatos, / con salud corporal y paz mental, / y sin riquezas rico y feliz sin oro”. Sus versos son notables porque muestran un entusiasmo que no imaginó al modo de los discursos o la prosa: quiso otro registro, un distinto orden de pensar.
Los epígonos de Rousseau, del buen salvaje, siguen las estrategias de la culpa, el reclamo; pronto se fingen viudas del desastre. Melville, en cambio, elogió la corporalidad entera y la sencillez de los isleños; nunca halló un caníbal, pero tampoco santos. Wallace marca un anhelo, un goce y una admiración con versos. Quiso mostrar algo admirable, pero no recuperable: una referencia, no una posibilidad. Un mundo subjuntivo.
Los norteamericanos iban a la naturaleza en busca de una generalidad, un ámbito que trasladar en narraciones y en modos de vida. Iban por filosofía, por sabiduría, por política, no por ciencia. Donde los británicos miran a los salvajes como objeto de estudio o como sujetos de redención (salvarlos de sí mismos, según Burton y Kipling), Melville los halla todavía apegados a una forma de vida sabia y digna de ser aprendida, no como un know what sino como un know how: con ellos aprende a sobrevivir en la naturaleza. Es un interlocutor de sus “caníbales” y vive como uno de ellos, pero sabe que su vida estará en su escritura y que su eficacia depende de la curiosidad del lector, que no se va a enganchar con unas semillas y unas calabazas, pero sí con el uso de los cuchillos o los tensos intercambios de miradas.
Wallace y Darwin se esfuerzan en escribir una suerte de prolegómenos científicos: el acopio de los datos, la descripción precisa de los objetos, los animales, sus actividades, excepto cuando se trata de seres humanos. No es un contraste sino una diferencia de matiz, de gamas, de tonos: el mismo idioma, con diferencias pequeñas pero determinantes. Darwin, por ejemplo, que decidió embarcarse en el segundo viaje del Beagle hacia Tierra del fuego, quedó horrorizado con los indios; primero fue terror, después lástima: “en verdad que nunca había yo visto criaturas más abyectas y miserables”. El miedo de Darwin residía en su propia mirada, como al principio en la de Melville, que se aventuró de puro temerario entre caníbales, solamente para descubrir que no, que sólo son personas, ni mejores ni peores, con cosas admirables, como su saludable belleza corporal, pero reos de los mismos defectos de todo ser humano.
Entre los libros de Darwin, Melville y Wallace no pasan veinte años. Sin embargo, entre ellos hay una diferencia enorme: los europeos, ni locos habrían vestido un taparrabos. Melville dice de un médico que tiene “el pulgar corrido de quien nunca ha tenido que asirse a nada para sobrevivir”. Quizá eso, el cuerpo como recurso, haya sido la más importante aportación literaria de los estadounidenses del siglo XIX. Ni Moby Dick, ni la poesía de Whitman, ni la espiritualidad de Emerson o la ética de Thoreau son concebibles desde un cuerpecito elegante.
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