Desde el poema “Al volante de un automóvil por la carretera panamericana de México a Tuxtla” (de Trabajo ilegal, 1985 ) y el libro Escrito en Tuxtla se advierten dos tramos con diversas intensidades y propósitos de una misma trayectoria, que nos hacen sentir lo accidentado del camino, lo complicado de este viaje que al final resulta un canto vitalista y explosivo, delirante y armónico a la vez. Pero ya desde los prolegómenos de Voz desbocada (1960), antes de Estado de sitio (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1972) el poeta asume la condición de sus deseos y aspiraciones. En una entrevista que le hice cuando arribó a los 80 años de edad, le pregunté acerca de las pretensiones de esa ópera prima. Óscar Oliva respondió:
“Me encaré, siempre lo he hecho, a distintas formas y contenidos, buscando narrar, entrar en las palabras, creando escenas, situaciones, como buscando una unidad, no en el lenguaje, sí en la construcción de un libro, que pudiera contener algunas de mis preocupaciones de caminante. Este, mi primer libro, es el intento de un hombre muy joven por situarse más o menos firmemente en la avalancha que cae en la juventud, en la vida primera”.
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Parecería que no solo habla de aquella obra sino también de esta otra: Escrito en Tuxtla (Aldus, México, 2022). En dicha conversación, para él, Estado de sitio (1965-1969) fue su libro más claro y unitario, más coherente. Luego, Lienzos transparentes (2003) y Estratos (2011) brotaron tras 15 años de silencio poético y de trifulcas políticas, de rebelión de los pueblos originarios, de gestión burocrática y de retorno a su tierra natal.
Sorprende este libro, Escrito en Tuxtla, en primer lugar por su audacia, por el arrojo de un poeta del que ya no se esperan este tipo de sorpresas. José Luis Cuevas insistía mucho, en la madurez de su vida, que a los artistas, al ser abandonados por la juventud, solo les queda el eco y no la fuente de nuevos lenguajes. Alí Chumacero opinaba igual. Recuerdo una ocasión en que bromeaba con un Juan Gelman, ya octogenario, diciéndole que loro viejo no aprende a hablar ni a escribir nuevos poemas. Gelman sonrió divertido y le respondió: “Cuando me llegue la vejez, te cuento”.
Oscar Oliva, a sus ochenta, vuelve a ponerse al volante de la escritura para lanzarse a una aventura llena de peligros, de riesgos vanguardistas, de ambiciones que no buscan ya la ruptura pero sí la fuga y el encuentro a la vez, la estridencia y el silencio, lo sinuoso en un horizonte abierto. Es la determinación de acometer un camino de incertidumbres, de interrogantes con una amplísima base vivencial, con la certeza de quien reconoce el tiempo en la mutación y el cambio, de quien se ve a sí mismo emerger de los dolores y de la fragilidad, del diálogo con la historia y con la enfermedad, de las sombras y la luz de la conciencia. Es un retorno y un desplazamiento, un desconcierto y un reencuentro con las intuiciones de un animal que canta en las inmediaciones del caos con voz propia, con una voz común.
Escrito en Tuxtla es un guiño al origen, pero no es local ni es ingenuo. La ciudad misma, como tal, no muestra trazos de calles precisas ni de recuerdos puntuales, sino la geografía emocional del autor que va lo mismo a Lérida que a Ereván, de Tibulo a David Bowie, es un libro-poema caudaloso y rápido, pero no desbordado, sino encauzado y rico en afluentes localizables, bien trazados. Un automatismo bien pensado, ponderado. Uno no avanza en la lectura sin hacer preguntas porque el texto colisiona con la mente del interlocutor y conecta con experiencias y lecturas propias. Lo mismo nos hace pensar en El río de la conciencia de Oliver Sacks y su explicación de las homeostasis —estado de equilibrio corporal y por tanto emocional, orgánico— que menciona el nombre de Allen Ginsberg para traernos en tropel a los beatniks, y de refilón Híkuri, de José Vicente Anaya, con los utensilios de cocina de su madre, que los despiertan con resonancias de Charlie Parker, o nos deja sentir la música de selva de Tarumba y el habla simbólica y entrecortada, trasnochada y luminosa del castellano de los indios, que amara Juan Bañuelos, los cuentos desaforados de Eraclio Zepeda, pero allí está John Keats y una y otra vez David Bowie como leitmotiv. Coloquial y cosmogónico, abstracto y realista, cotidiano y estelar, monologante y de vez en cuando dialogante, terrenal y onírico, patológico y vitalista, escénico e intimista.
No puedo hace otra cosa que preguntarle al libro:
—¿Cuál es la idea o el impulso que sostiene el discurso? Descubro varias respuestas, pero elijo la que más me conforta (pág. 45).
“Entro en otra fase, no sé cuál, estoy alegre de entrar en otra fase, para salir, y de nuevo entrar, sin engaños, sin detenerme, siempre dando de vueltas, para que los pájaros vuelvan a escucharme, invitarlos a refugiarse en mis pulmones, llenos de árboles, años y años cultivando ese bosque (…), y en cierta medida ya estoy metido en otra atmósfera íntima, dispuesto a soñar con un cuerpo que cae, privado de cualquier dato, y de sentidos”.
—Concuerda con mi lectura. Veo una experiencia, una ambición de soñar de un náufrago, de quien ha tocado lechos y ha sentido la presión de grandes profundidades hospitalarias y angustias anímicas, de quien le busca la cuadratura a la humanidad, a la propia y a la ajena. ¿Qué conduce a esa necesidad de emprender la aventura del lenguaje, de retomar el deseo de renovación a una edad avanzada? El libro me pregunta si prefiero la 41-la 43 o la 56. Elijo la pág. 43.
“Han pasado tantos años, he narrado tantas cosas, sin base firme, frágiles de estructura, de triple o cuádruple naturaleza, tendiendo puentes entre lectura y escritura, entre rechazo y aceptación de esos dioses que veo de soslayo, ajenos a mí, en un santiamén puedo cambiarme de ropa, aligerar la lectura o escritura, para que se haga el milagro de mi estancia en la trama, el milagro que espero sumergido a la altura de los codos, con más oxígeno de lo que necesito”.
—Insisto, aunque hay poetas que continúan escribiendo bien y dan notas de registros altos, no son muchos los que se atreven a conducir a velocidades tan altas y asumir riesgos de coherencia. Aquí hay una especie de renacimiento, de reaparición de sensualidades apagadas, de memorias que se encienden entre las cenizas del siglo XX y los escombros de principios del XXI. ¿Cómo evita la repetición temática y estilística? Me ofrece las opciones 33 y 48. Es muy difícil elegir, ambas respuestas me agradan. Ni hablar, vamos por la Pág. 48.
“Para continuar releo el bloque anterior, pero la presencia de David Bowie me lleva al tema de las transformaciones, de las yuxtaposiciones, parece decirme, aquí es donde estamos, aquí es donde estoy, me impacienta el futuro de donde estoy, nos movemos a velocidades distintas, con distintos deseos y necesidades, ambiciones, ideales, me impacienta su halo, me estorba, su música es tan triste, una ilusión efímera, ingenua. Estaciono el carro entre dos líneas blancas, subo el volumen del radio, un ramo de flores tristes me hace parpadear, la vida está llena de flores tristes, como los trajes de Bowie”.
—Sí, la velocidad exige luego la contemplación y la edición, la reescritura. Como bien afirma, “hay que abrir las manos para que el paisaje regrese”. ¿Cree que la experiencia de vida, la mundanidad, la edad facilite la comunicación del lenguaje poético? ¿Por qué? Me ofrece tres opciones: 45, 58 y 62. Elijo la segunda.
“Ahora cada uno de nosotros sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que jamás pensó ver). Canto otra vez, con los sentidos revueltos por tantas vueltas, engullido por palabras que tienen vida propia en cada metamorfosis, aquí no hay otra cosa que palabras, palabras que sustituyen con fiereza lo que me rodea y me refleja”.
—Ya lo dijo, aquí hay un aceleramiento, un aumento de velocidad sentimental y discursiva. ¿Cómo sostiene el aliento y el sentido de principio a fin? Duda un poco y sugiere dos opciones. Me atrae la pág. 52.
“No sé realmente desde qué respiración continuar, no me hallo, escribo, borro, rompo todos los papeles, aviento los pedazos para que me caigan en la cara y pueda medir cuánto tiempo falta para que llegue hasta mí la primera onda expansiva, en el límite de la tensión poética, al potenciar una palabra con otra (...). Otro momento paradisíaco: dormir en una hamaca a la sombra del flamboyán”.
—Es delirante, pero no incoherente su respuesta. Me lo imagino en ese vertiginoso viaje desde una silla giratoria hasta la hamaca, envuelto en el calor húmedo de su ciudad natal. Concluyamos, Desde Tuxtla es un canto vitalista, no optimista, ni celebratorio, pero sí de reconciliación, no de redención pero sí de búsqueda. ¿Era necesario regresar al origen para encontrar motivos? La respuesta es una sola. Pág. 70.
“He vivido tantas cosas / que no me corresponden (…) Reconozco que las cosas no van bien, digo, en este texto que reconstruyo a partir de la tóxica atmósfera del planeta, yo ya confundido de planeta, ya envenenado en el jardín protoplasmático, yo ya sin memoria de lo que he echado a andar, volviendo al principio, borrando todo para dejar nada más espacios neutros, espantando a las moscas que me han transmitido la enfermedad del sueño, las moscas de las cebras, así paso del pánico al estupor y del estupor vuelvo a enamorarme de algunas frases, de este único canto, gregoriano, con interrogantes sin respuesta”.
—Veo en usted, como en nosotros, la visión principal de siglos, guerras, cambios de fronteras, deportaciones masivas, migraciones y utopías como espejismos. ¿Desea agregar algo para sus lectores? Adelante. (77)
“No he podido trazar la curva del barco que viaja desde el Ártico hasta la Antártida, manteniendo una misma pendiente infinita, con los instrumentos que tengo a mano.
—La noche no tiene fin: el sol decidirá”.