El sentido común tendería a suponer que la esperanza y el optimismo son emociones que están estrechamente emparentadas y se alimentan mutuamente. Sin embargo, en Esperanza sin optimismo (Taurus, 2016), el multifacético crítico inglés Terry Eagleton establece esclarecedoras diferencias entre estas dos actitudes y estudia sus funciones, a menudo contrastantes, en la política y la cultura contemporáneas.
Se trata de un libro exigente y complejo, que elucida ambos conceptos, analiza la esperanza desde los más distintos enfoques (teológico, filosófico y psicoanalítico) y adereza su reflexión con numerosas alusiones literarias. Nada más lejano de la esperanza, dice Eagleton, que el optimismo bobo y tozudo, ajeno a los hechos y las evidencias concretas que, fincado en promesas incumplibles, ha servido para entronizar a muchos políticos y figuras intelectuales contemporáneas.
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La esperanza, sugiere Eagleton, es una expectativa, casi siempre de mejora, que conecta el presente y el futuro y le da una trama y un significado a esa conexión. La orientación al futuro requiere sustento, pues la esperanza es algo que se tiene deseo, pero también probabilidad de conseguir. Por eso, la esperanza exige inteligencia, paciencia, sentido de las proporciones y disciplina para discernir motivos, ponderar estrategias y calcular escenarios.
El optimismo, por su parte, es un temperamento, un tanto pueril, que busca una transformación providencial, basada en la simple voluntad del individuo, sin hacer mucho caso de la realidad. El optimista, amén de crédulo, a menudo es intolerante y observa, en las críticas y advertencias más racionales e informadas, una traición o un fin avieso. Todo ello culmina en un determinismo triunfalista, una deformación de la realidad, que puede volverse retrógrada e ineficiente. Las expectativas de los optimistas tienden a llegar al disparate, como cuando Trotski afirmaba que, tras la revolución, el hombre medio alcanzaría la talla de un Aristóteles, un Goethe o un Marx.
Para Eagleton, la capacidad de ver las verdades, aunque sean desgarradoras, sirve más que el optimismo infundado y ciego. Por eso, el realismo es, ante todo, una condición moral, que implica el valor para intentar aprehender las cosas tal como son y emprender alguna acción constructiva.
A diferencia del optimismo, la esperanza puede surgir de circunstancias dramáticas, de lo que se llama “tocar fondo” y, si bien conlleva fe, también contiene profundidad trágica y lucidez. Por lo demás, la esperanza puede flaquear y estar sujeta a dudas, incertidumbres y contradicciones y refundarse más poderosamente desde la desesperación.
Así, mientras el optimismo suele utilizarse como un recurso ideológico orientado a manipular deseos y resentimientos, la esperanza es una compleja construcción intelectual y moral. “Siempre se puede desear, pero no siempre se puede esperar”. De ahí la importancia de las razones y los motivos para la esperanza.
ÁSS