Ludwig Wittgenstein era un genio versado en las matemáticas, la ingeniería, la arquitectura, la música y, desde luego, la filosofía que asombraba a sus interlocutores extranjeros. Sin embargo, esta instrucción y curiosidad extraordinarias eran, al parecer, algo ordinario en la Viena de su tiempo y se nutrían de un fermento peculiar: la conversación.
Pienso en, al menos, tres libros que permiten entrever el papel de Viena como sede de un momento excepcional del pensamiento y la creación artística de Occidente, El mundo de ayer de Stefan Zweig, La Viena de Wittgenstein, de Allan Janik y Stephen Toulmin y El imperio perdido de José María Pérez Gay.
Para Allan Janik y Stephen Toulmin, en la Viena de los Habsburgo, la simultaneidad y organicidad de movimientos e ideas de avanzada en muy diversos campos del conocimiento, desde la medicina y la física hasta la literatura y la música pasando por invenciones absolutamente originales como el psicoanálisis, no constituyó un hecho casual, sino que fue el producto de un fenómeno prodigioso de sociabilidad que permitía que muchas de la mentes más brillantes de la época se encontraran cara a cara y practicaran la más espontánea interdisciplinariedad.
Así, la formidable vitalidad de la escena cultural vienesa de finales del siglo XIX y principios del siglo XX tiene una de sus claves en la existencia de variados espacios de convivencia ilustrada. En efecto, la compleja y ancestral mezcla social y cultural, la traza urbana amigable, la apertura cosmopolita, la abundancia de teatros, cafés y otros sitios públicos, y la afición por la música y el arte que caracterizaban al vienés promedio creaban, como dice José Maria Pérez Gay, una “ciudad colmena” y generaban un sustrato favorable para la conversación.
En particular, los cafés representaban el espacio idóneo de intercambio intelectual y si bien Zweig no guarda buen recuerdo del rigor de la escuela, si acepta como su academia más placentera la del café. “Para comprenderlo, hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante 24 horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas”.
Estos lugares gobernados por las ganas de platicar, por el afán de novedad intelectual y, a veces, por el esnobismo más festivo propiciaron un riquísimo cruce de disciplinas. En esta red, extensa y porosa, un físico, un médico, un poeta, un músico o un pintor, pese a la distancia entre sus especialidades, compartían una multitud de referentes y aficiones comunes, tenían los mismo amigos y conocidos y, sobre todo, podían discutir, destruir y restituir el mundo en torno a una tasa de café.
AQ