La estrella de siete picos

Ficción

En un pequeño pueblo nació Indalecio Frías Alvarado, hombre con grandes talentos y dones.

"Indalecio era también el amo y señor de la elaboración de piñatas. Piñata que sometía a concurso." (Brigitte Tohm)
Amaranta Caballero Prado
Ciudad de México /

A la memoria de don F.C.F., alias “el jijada”.

La madrugada del 25 de diciembre de 1873 nació Indalecio Frías Alvarado. Las misas de aguinaldo habían sucedido los días previos, precisas en sus horarios de cuatro, cinco, seis y siete de la mañana; las jornadas –hoy posadas– también se habían llevado a cabo como la tradición dicta: antes de la conmemoración de la llegada del Salvador. El recién nacido Indalecio pesó cuatro kilos y medio midiendo 50 centímetros, lloró poco, durmió en seguida y abrió los ojos hasta tres días después.

Los villancicos de las jornadas aún hacían eco entre los callejones del poblado, como si el frío hubiese congelado los sonidos y poco a poco se fueran deshielando conforme cambiaba la temperatura, conforme daba un poco el sol. Durante las tardes se podía escuchar de repente el tintineo de campanas, panderetas y el gorjeo de los silbatos de los niños. Ese año la esperada pastorela, –la representación religiosa a la que entonces denominaban “coloquios”– fue suspendida debido al frío atroz que se vivió en la región. Las heladas acabaron con campos, sembradíos, cultivos. Los daños fueron graves, quema total. Esa madrugada del 25 de diciembre de 1873 la temperatura cayó siete grados bajo cero.

Indalecio fue el doceavo y último hijo de Francisco Frías y Juana Alvarado. Como único varón entre once hermanas, tuvo cuidados múltiples bajo la supervisión, atención, amor y destreza de la madre. Gracias a ellas el niño Indalecio creció sano, cuidado, de carácter tranquilo y limpio de hábitos. A los quince años tenía una estatura de 1.80 centímetros, los ojos casi negros, el cabello oscuro, crespo, grueso, las manos y las orejas más grandes que todos los muchachos del pueblo. De pensamiento raudo, inteligente y veloz, asistió a la escuela “Ignacio Ramírez El Nigromante”, destacó como alumno en cada grado mas fue con el párroco Eusebio Espinosa con quien aprendió el gusto por el ajedrez y por algunos oficios finos: el arte del papel de china, los globos de cantolla, las piñatas.

Pasaban las estaciones del año –en tiempo y clima– de acuerdo a la zona geográfica del centro del país: fresco en primavera, caluroso con lluvias el verano, seco, polvoso el otoño, frío, calador hasta los huesos el invierno. A la par de los días, el calendario marcaba las fiestas civiles, rituales, tradiciones religiosas: Día de Reyes, La Candelaria, Semana Santa (La Judea), Corpus Christi, día de las Madres, fiesta de San Juan Bautista, día de la Virgen del Carmen, día de la Independencia, San Miguel Arcángel, San Francisco de Asís, día de Todos los Santos, Los fieles difuntos, La Guadalupana, fiestas decembrinas, La Navidad, por decir algunas. En provincia el calendario gregoriano es ley.

Indalecio Frías Alvarado era buscado e invitado a todas y cada una de las celebraciones para realizar los arreglos de la Parroquia, del jardín central y de la plaza principal. No había manos más talentosas, pulcras, veloces que las de él para ejecutar con precisión la laboriosa faena: el arte del papel de china. Canastillas, flores sueltas para las tiras colgantes, bases de velas y cirios, arreglos florales para faroles, caminos de mesa, alfombras, pabellones, templetes, baldaquinos. Quioscos de madera y techo de palma engalanados con gusto. Todo él lo diseñaba, todo él lo construía.

Con el papel de china también diseñaba la preparación de los globos de cantolla. Para ello, usaba alambre delgado en la estructura que luego pegaba al papel con engrudo, escogía con tiento la pequeña vela con la cual se calentaba el aire y elevaba cada globo al cielo mientras entrecerraba los ojos. Con sus manos grandes de dedos largos, se frotaba las peculiares orejas que lo distinguían como sólo distingue la genética, por herencia. Lo curioso del caso es que ni padre, ni madre, ni hermanas se le parecían en este detalle del fenotipo.

Por tales características, Indalecio era también el amo y señor de la elaboración de piñatas. Piñata que sometía a concurso, piñata que por su belleza era indultada. Nunca las rompían, permanecían como decoración en la entrada del Palacio Municipal o en los pasillos del Convento de la Parroquia. El pueblo entero y los jueces en turno quedaban boquiabiertos frente a las piñatas de olla de barro y papel de china con forma de animales: exultantes gallos blancos de cresta roja, pavorreales, faisanes, cisnes, guajolotes, todo tipo de aves. Parecían animales disecados con la excelencia de sabio taxidermista. Disfrutaba elaborar también las piñatas tradicionales de cinco picos –emulando a la estrella de Belén que guió a los tres reyes hacia el pesebre del niño Jesús–, coloridas, cargadas de frutas y dulces, pero la máxima estrella de las fiestas era la piñata de siete picos, donde cada uno de ellos representa uno de los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, ira, pereza, gula y…lujuria.

Además de la destreza en el oficio artesanal, Indalecio aprendió a pulir las estrategias del ajedrez, cada vez más selectas, astutas, cada vez mejor pensadas, cada vez mayor belleza en el movimiento de las piezas. Entre los grupos de ajedrecistas era famosa su jugada en “L” con el caballo, pues con ésta siempre se comía a la reina pero se notaba en la mirada el disfrute, el gusto extremo que le invadía cuando sin que nadie lo viera venir, preciso, elegante, posicional, le daba jaque mate al rey de su contrincante con alfil y caballo. El dominio que ejercían sus manos sobre los objetos aunado a su mirada penetrante, daban cuenta de una inteligencia extraña, poderosa. Conforme crecía y experimentaba el universo que se desarrollaba en el poblado fue también tallador de naipes en los juegos de cartas, barajas, rifas, loterías, dados, chuzas, palillos, dominó y cubiletes. Los juegos de apuestas y las peleas de gallos se hicieron famosísimas en el pueblo, atraían como la miel a las moscas a cantidades enormes de aficionados y más aún a los jugadores empedernidos. El auge de las minas en los poblados alrededor proporcionaba caudalosos ríos de dinero para jugar en las partidas sin que nadie resintiera perder alguna fortuna.

Durante la fiesta de Año Nuevo que recibía al año 1900, Indalecio Frías Alvarado celebró su boda. La señorita Remigia Espinosa Reyes, hermana menor del párroco Eusebio fue la joven de quien Indalecio con toda la seriedad del asunto, pidió la mano. Juana Alvarado madre de Indalecio, al igual que Rosario, María, Micaela, Josefa, Rafaela, Sebastiana, Dolores, Lourdes, Concepción, Guadalupe, Gertrudis –las once hermanas– pulcras y elegantes acudieron a la casa de la familia del Párroco Eusebio Espinosa Reyes, seis meses antes del mes de diciembre, luego de que el aún joven Indalecio les expresara su pensar y sentir respecto a la señorita Remigia. Francisco Frías, el padre de Indalecio había muerto cuando el niño cumplió diez años, en 1883. La epidemia de fiebre amarilla que entró por el puerto de Mazatlán cobró 3,000 enfermos y causó a su fin 8,000 defunciones en la costa y centro del país. Aëdes aegypti, el mosquito, fue la causa, el mismo que mató a la famosa cantante soprano de 38 años María de los Ángeles Manuela Tranquilina Cirila Efrena Peralta Castera, mejor conocida como Ángela Peralta: el ruiseñor mexicano.

Los padres de Remigia aceptaron de buen agrado la petición, al tiempo, en éxtasis, el párroco Eusebio oraba dando gracias a Dios y a todos los santos por la aceptación e ingreso de Indalecio a su familia, su talentoso pupilo y amigo, genio precoz del ajedrez y maestro empírico del papel de china.

Indalecio y Remigia al cuarto mes de la boda, esto es, el día primero de abril del año 1900 supieron que iban a ser padres. La panza abultada de Remigia a los dos meses se veía como de cinco, sin embargo no padeció dolores, ni problemas; pasó el embarazo sin aspavientos pero el susto les dio durante el parto: trillizos llorones llegaron sanos y salvos. En esa época un parto múltiple o la aurora boreal eran trámites que sólo apuntaban hacia el diablo. Los días que la pareja salía a pasear con las tres carriolas la gente guardaba silencio y se cruzaba de banqueta. Remigia se sonrojaba pero él sacaba el pecho, orondo. Fueron felices hasta que la joven esposa contrajo la peste bubónica, la peste negra que una vez más entrando por el puerto de Mazatlán azotó de nueva cuenta al país. Los trillizos quedaron huérfanos de madre a los dos años de edad, así que las once hermanas de Indalecio, las once tías, solteras aún, prodigaron mimos, cuidados, atenciones y cariños a la triada, solazándose en afecto así como lo habían hecho con el hermano menor ahora viudo.

     —Busca nueva esposa Indalecio. Fue lo único que le aconsejó su madre, doña Juana Alvarado el día que terminaron los rosarios en memoria y por el alma de la difunta Remigia.

El cumpleaños número 30 del joven viudo llegó el 25 de diciembre de 1903. La tarde anterior había jugado una gran partida de ajedrez con el párroco Eusebio, a quien dejó en el templo con los preparativos de la misa de gallo. Al ir caminando hacia su casa por la calle de Relox, enfrente de la panadería le salió al paso una anciana emperifollada que cargaba una bolsa de papel de estraza rebosante de doradas campechanas y esponjosas conchas. Se le quedó viendo fijo. Al mismo tiempo que le daba un papelito en voz baja le espetó:

     — El marido de mi hija me la quiere devolver. Llevan cinco años de casados y no ha podido concebir. Ayúdela Indalecio, se lo ruego. Que tenga usted y su familia una feliz Navidad.

La mujer se dio la vuelta y caminó en sentido contrario dejando una estela de perfume rancio. Indalecio estupefacto quedó mudo. No supo qué decir. Las orejas se le pusieron rojas, encendidas, y el papelito blanco donde venía apuntada una dirección temblaba en su mano derecha. Esa noche, durante la cena, entre los trillizos, su madre, y las once hermanas Indalecio anunció que iba a buscar nueva esposa. Afuera, las campanadas de la Parroquia convocaban a la misa de gallo.

II

Pasó el mes de enero con sus espantosas, tradicionales heladas; llegó febrero y con él la edición tabloide de El Mundo Ilustrado que por primera vez se repartía en el pueblo. Las once hermanas de Indalecio, embelesadas, recorrieron lentamente las páginas del periódico hasta que la fotografía coloreada de la pintura “El Aquelarre” de Goya, apareció en la sección de Museos, arte y cultura: Al centro se ve el gran mamífero rumiante caprino rodeado de mujeres jóvenes y ancianas que le ofrendan niños con los cuales se alimenta; el macho cabrío es la representación del diablo, rezaba el pie de foto. Para aquellas mujeres de provincia la imagen y la frase eran escandalosas. Periódico en mano fueron a buscar al párroco Eusebio para que les diera una explicación. Lo encontraron en las mesitas afuera del templo, donde jugaba la partida de ajedrez de la tarde con Indalecio y otros hombres.

     –Disculpe usted padre Eusebio, ¿es esto verdad?

Rosario, la hermana mayor, hizo la pregunta mientras le mostraba el periódico abierto justo en la página donde estaba la fotografía de la pintura. Indalecio, al ver la imagen lanzó una carcajada tan fuerte que las hermanas asustadas, comenzaron a llorar. Prohibida quedó en varias casas la compra del periódico durante algunas semanas. En el kiosko y en los cuatro únicos estanquillos se acumularon por pilas los papeles del periódico de hermosas tipografías y litografías. La moda parisina a casi nadie importó, las caricaturas políticas y sus frases mordaces, menos. Las campanas llamando a misa sonaron más de lo habitual.

Pasaba el tiempo entrenado por las liebres mientras Indalecio celebraba divertido las travesuras de sus hijos. Los veía crecer, felices, bajo el resguardo de la abuela y las once tías. Una tarde, sobre las cuatro, mientras cepillaba uno de sus abrigos de lana metió la mano en uno de los bolsillos, sacó tres monedas y el papelito blanco que meses atrás le había extendido la anciana emperifollada afuera de la panadería de la calle de Relox. Recordó también que aquella nochebuena había hecho el anuncio de buscar nueva esposa, anuncio del cual hasta ese día no se había vuelto a acordar. De inmediato se puso el abrigo, leyó la dirección escrita a mano con perfecta caligrafía Palmer y repasó entre dientes: Calzada de la Aurora número diez.

No tardó ni treinta minutos en llegar cuando se vio tocando la campana en la entrada de la casa. La fachada estaba recién pintada, el portón de madera con remaches de gruesa herrería lentamente se abrió. A través del pasillo y del recibidor vio en el centro del patio una enorme buganvilia roja, frondosa, bajo ella una fuente. Ahí, tomando el sol se encontraba sentada en un equipal de cuero café oscuro la anciana. Al reconocer a Indalecio sonrió, de inmediato le hizo una seña para que se acercara. Él obedeció sin chistar.

     —Se tardó un poco Indalecio pero yo sabía que usted iba a venir. Mi hija ya está enterada. Su esposo salió de viaje la semana pasada hacia la capital y no vendrá sino hasta finales de abril. Es el momento justo, cuenta usted con buen tiempo. Dijo la mujer con voz pausada.

Esta vez, él no enmudeció. Acordaron que en la tercera semana de marzo, a caballo, él llevaría a la hija infértil a observar las alfombras de mariposas monarcas muertas que quedaban bajo las ramas de los árboles en el bosque de oyamel. La excursión duraría tres días con sus noches; Luego de la peculiar jornada Indalecio regresó a la hija a su casa. Ella parecía levitar. Con gran sonrisa en el rostro, brillo nuevo en la mirada, se despidió del hombre frente al portón de la casona, él, cuidadoso, besó el dorso de la mano de la mujer, montóse sobre su caballo y se fue despacio. Sin aspaviento alguno. Las herraduras del animal sonaban fuerte sobre el empedrado de la Calzada de la Aurora, hacían eco. Fue hasta mediados de diciembre cuando él terminaba de hacer la serie de piñatas de siete picos, que volvió a ver a la anciana emperifollada. En esta ocasión ella llegó hasta la puerta de su taller de hojalatería.

     —Indalecio, buenas tardes, mi hija está por dar a luz. Le vengo a agradecer.

Sin esperar respuesta la mujer dejó sobre la mesa, un pequeño saco con doce monedas de oro. Se le quedó viendo fijo a los ojos durante unos segundos y se fue.

Algunos días después, mientras preparaban en la cocina la cena de Año Nuevo, las hermanas de Indalecio comentaban que en la madrugada de la reciente Navidad, la señora Aurorita, la de la Calzada, la que tenía años de casada sin poder procrear, había parido a unos gemelos lindísimos y que por ese motivo el orgulloso esposo llevaba celebrando una semana, cuete tras cuete, echando la casa por la ventana.

III

Fueron pasando los años, mucha gente no comprendía porqué cada 25 de diciembre en diversas familias el mismo día nacían gemelos, trillizos, cuatrillizos, o hasta quíntuples –siempre varones– en diversas casas. Finalmente el misterio no importó, la alegría era máxima pues en todos los casos las mujeres de esas familias habían tardado mucho tiempo en poder concebir. Rápidamente y sin remordimiento, la mayoría de la gente pasó de pensar que eran trámites del diablo a que el milagro del Niño Dios, el Salvador, había cubierto a la región con Su divino poder. Lo pensaban así porque además por esa zona geográfica pasó de largo la revuelta, la revolufia, la famosa Revolución. Pasó de largo la Cristiada. Los campesinos alebrestados con sus fusiles nunca se acercaron. Ni las enfermedades ni las heladas volvieron a azotar los campos, cultivos ni sembradíos. Los ahorcados eran leyendas de otros lugares, jamás de ahí. Cada Navidad el pueblo celebraba los múltiples nacimientos, las familias crecían en salud mientras el párroco Eusebio envejecía entre misas, ajedrez, incienso y campanadas. Eso sí, celebró las misas de cada uno de los muertos que terminaban longevos la vida por vejez, sin dolor ni enfermedad. Así se fue doña Juana Alvarado, riéndose feliz. Las únicas raras del pueblo eran las once hermanas de Indalecio pues seguían solteras y sin vistas de casamiento.

A Indalecio el tiempo le vino bien. Cuando cumplió sesenta y cinco años continuaba guiando anualmente –en los días finales de marzo– a los pequeños grupos de señoras hacia las caminatas y exploraciones de tres días a caballo; nunca pasaban de siete, todas eran casadas. La dirección siempre era la misma: hacia la cumbre, en la Sierra Gorda, hasta los bosques de oyamel. La voz se corrió entre las mujeres de los poblados vecinos, entonces, a veces llegaban desde San Luis Potosí, Querétaro o Guanajuato ricas herederas o humildes jóvenes señoras con la misma característica: casadas sin poder concebir. Luego de los tres días sobre aquellas alfombras de mariposas secas, más que dichosas, transformadas, las mujeres bajaban de la Sierra guardando el feliz secreto que las reunía en comunión.

¿Que su mujer no puede concebir? ¿Que pasan los años y sigue la tierra yerma? ¿Que todo es sequía y no hay risas de niños cerca? ¿Que las mujeres tristes rezan y piden a la Virgen que les mande un hijo, dos, tres, cuatro o cinco? “Llévenlas con Indalecio Frías Alvarado” corría la voz por minerales, comunidades y rancherías entre comadronas, parteras, solteras y madres de nobles, acaudaladas estirpes, así como madres de esposas de matrimonios humildes que padecían la misma pena. “Llévenlas con Indalecio Frías Alvarado, él las arregla. Nada más tienen qué esperar a que lleguen los días finales de marzo, cuando las nuevas mariposas monarcas comienzan el viaje, cuando se van. Esperen a ver cuando esas nubes de mariposas nuevas cruzan el cielo, esas son las meras fechas en que Indalecio debe llevar a las mujeres a la expedición hacia los bosques de oyamel”.

Un día aquellos milagros se detuvieron. Volvió el frío desenfrenado durante el invierno de 1960. Las hermosas, viejas piñatas de animales –las indultadas–, la mañana del 25 de diciembre amanecieron escarchadas de aguanieve. La majestuosa estrella de siete picos apareció quebrada, deshilachado el papel de china, sin sus largos conos. La noticia corrió por el pueblo a la velocidad de una inundación: Indalecio Frías Alvarado había muerto a los noventa y siete años. Esa noche cientos de globos de cantolla, parpadeantes, iluminaron el cielo.

RP

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