Una alquimia del espíritu

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Las raíces de uno de los grandes mitos de la cultura cristiana, Fausto, se extienden hasta el siglo XV, los tiempos de un médico sabio, arrogante y charlatán.

Retrato del Doctor Paracelso, 1493-1541, copia anónima del siglo XVII. (Bridgeman Picture Library)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Fausto es uno de los dos mitos producidos dentro de las culturas cristianas. El otro es Don Juan. Como mito, no supongo una dimensión sino una función: personajes que pueden adoptar distintos autores y mantenerse sin desgaste. Fausto se hizo de Christopher Marlowe, Goethe, Valéry, Pessoa, Thomas Mann... y en eso difiere de otros inmensos personajes: el Quijote sólo es de Cervantes, Hamlet de Shakespeare, por ejemplo.

Hubo un Doctor Johan Georg Faust real, nacido en 1480, médico, mago, alquimista y charlatán, pero el diablo se metió en la leyenda cuando Marlowe introdujo en el personaje a otro médico real: Theophrastus Bombast von Hohenheim (1493-1541), conocido como Paracelso. Sabio, arrogante y también charlatán, no sólo fue un enredijo de teólogo, filósofo y alquimista, sino el primer médico de verdad científico: el primero en descalificar toda práctica médica no sustentada en la experiencia. Lejos de las curanderías supersticiosas, llevó a cabo curas insólitas. Salvó a Frobenius, el impresor, de la amputación de una pierna por una grave infección. Paracelso insistía en que “solamente depende de la dosis que algo sea veneno” y su trato con los compuestos tóxicos lo convirtió en el primer administrador de antibióticos, avant la lettre. Su fama crecía, pero más aún su arrogancia: “Seremos como dioses”, dijo respecto de su “magia natural”. Y por magia natural se refería, lo mismo que Cornelio Agrippa y aún Francis Bacon, a una capacidad que después llamamos tecnología: utilizar fuerzas de la naturaleza y transformarlas en trabajo para beneficio de la voluntad humana. Es la magia con la que pelea don Quijote: los molinos de viento o las aceñas de agua… movimientos naturales transformados en máquinas. No es la magia sobrenatural, que no existe, ni existía entonces, aunque siempre haya tenido clientes. “La magia natural hará que veamos más allá de las montañas, que adivinemos el futuro, curemos todas las enfermedades, fabriquemos oro y hasta dupliquemos el mayor milagro de Dios: la creación del hombre”. Ni más ni menos. Y propone un experimento: enterrar en estiércol un frasco de vidrio con semen humano; con la temperatura correcta y el tiempo suficiente, surge una suerte de hombre vivo, pero transparente y sin formarse del todo. Una arrogancia de tal tamaño sólo puede darse de parte del diablo, los demonios, la adoración de la tecnología.

Goethe conocía todo esto. Ahí está, en su Fausto, hasta en la creación del homúnculo que deja en manos de Wagner, su asistente. Por eso llama la atención que no mencione el nombre de Paracelso en ningún momento de sus conversaciones con Eckerman. Y si bien Goethe habla mucho sobre su propia obra, parece que evita explayarse acerca de Fausto, la mayor de todas. A Thomas Mann, por cierto, le sucede lo contrario: dejó casi listo un libro acerca de los orígenes de su Doktor Faustus.

Pero lo más significativo está en otro lado. Tiene que ver con uno de los distingos culturales de la lengua alemana respecto de las otras civilizaciones occidentales. Geist: el espíritu.

Kant usa la palabra, pero no como la usarán las generaciones siguientes, para todo lo que tenga alguna importancia filosófica o ideológica, de Herder y Goethe, pasando por Hegel, hasta Heidegger: un compuesto alquímico de espíritu y voluntad. Otros pueblos afirman tener un alma; los alemanes proclaman su espíritu.

No sé si sea el primer origen, pero hallo en el “Tratado de la entidad espíritu” (el cuarto de los Libros paganos) un distingo que no podría ser sino alemán. Explica Paracelso que “para aclarar aún más este discurso debo expresaros que los espíritus no están engendrados por la razón, sino por la voluntad. Todo lo que vive de acuerdo a su voluntad, vive en el espíritu, así como todo lo que vive de acuerdo a la razón lo hace contra el espíritu... De la razón nace el alma y no el espíritu, el cual es obra exclusiva de la voluntad, esto es, del querer [...] Los espíritus no existen en los niños, lo cual se explica porque los niños no poseen todavía una voluntad perfecta. Sólo los que poseen una voluntad perfecta y actúan de acuerdo a ella, son capaces de engendrar un espíritu substancial y constructivo, que nunca es un envío o una gracia del cielo, sino un producto que el hombre logra de sí mismo”.

¿Será que la filosófica idiosincrasia del espíritu y la voluntad con que Alemania se forjó a sí misma inicia en la confusión de un médico, a medias genial, a medias arrogante pendenciero?

AQ

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