Es fácil observar cómo en todo lo natural y armónico los elementos repetitivos juegan un papel central. La vida es una serie constante de repeticiones de ciertos patrones fundamentales: la respiración, los latidos del corazón y los ciclos anímicos son muestra de la constante regeneración de hechos y sucesos en el núcleo de la existencia misma. El inmutable alternar del ciclo día/noche, de las estaciones y de las lluvias revela el mismo fenómeno, esta vez en un nivel extrahumano. Hay ciclos y repeticiones en una escala galáctica y cosmológica, e incluso en física se explora formalmente la posibilidad de si acaso el universo mismo estará inmerso en un ciclo de expansiones y contracciones “eterno”.
No es raro, pues, que los impasibles patrones de repeticiones formen parte indisoluble de la conciencia humana y que los humanos, desde su origen primitivo, hayan estado íntimamente preocupados por sentirse parte de este mágico reflujo de la vida. La liga con los ciclos vitales conforma una constante marcada por el mismo signo: el de situarse en medio de los grandes oleajes de actividad cósmica.
Más aún, ciertas culturas, entre las cuales destacan las orientales, desarrollaron toda una estructura filosófica dirigida de lleno a cultivar la repetición infinita de los ciclos vitales. Los sistemas filosóficos del yoga y el hinduismo, por ejemplo, dedican sus esfuerzos a lograr un dominio tan completo sobre estos estados cíclicos que, casi contradictoriamente, su finalidad última consistirá en trascenderlos; en pasar a un estado libre ya de esta “condición humana de existencia” y, por ende, del ciclo infinito de las repeticiones, que en general aluden a la idea de la reencarnación. El posterior budismo los llama “la rueda del Samsara”, equiparándolos a la rueda de la carreta que constantemente repite y repite el giro. Es posible, sin embargo, situarse en el centro de la rueda, desde donde se podrá contemplar el movimiento cíclico sin ser ya parte de él.
Mircea Eliade, investigador fundamental en este campo, explica en su libro El mito del eterno retorno: “Al estudiar esas sociedades tradicionales (arcaicas), un rasgo nos ha llamado principalmente la atención: su rebelión contra el tiempo concreto, histórico, su nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes, al Tiempo Magno”.
Esta “nostalgia de un retorno periódico al Tiempo Mítico” forma parte central de la visión del mundo de tales culturas y, a la vez, ha quedado como herencia para todos nosotros, aunque sea tan solo como esa curiosa necesidad de recordar los aniversarios, onomásticos y demás series de sucesos periódicos. Las religiones basan sus liturgias en una repetición anual de ciertos momentos de comunión con sucesos ocurridos por medio de la revelación en un pasado remoto.
Mientras dura, la repetición aniquila el tiempo y lo convierte en un eterno presente, evitando la angustia existencial debida a la contingencia y ganando la batalla contra la extinción.
Recordemos el dictado de Luis de Góngora:
Mal te perdonarán a ti las horas;
Las horas que limando están los días,
Los días que royendo están los años.
No en vano se ha llegado a decir que toda la filosofía y los sistemas filosóficos son solo intentos de decir algo acerca de la muerte. Leemos con Mircea Eliade: “En realidad, si se mira en su verdadera perspectiva, la vida del hombre arcaico (limitada a la repetición de actos arquetípicos, es decir, a las categorías y no a los acontecimientos, al incesante volver a los mismos mitos primordiales, etc.), aun cuando se desarrolla en el tiempo, no por esto lleva la carga de éste, no registra la irreversibilidad; en otros términos, no tiene en cuenta lo que es precisamente característico y decisivo en la conciencia del tiempo. Como el místico, como el hombre religioso en general, el primitivo vive en un continuo presente atemporal”.
¿Podría la música jugar un papel en este esfuerzo por revivir un presente inmóvil? Para responder a esta cuestión es menester considerar la posibilidad de “detener” el tiempo mediante la repetición de ciertos tonos o timbres y, según la técnica musical lo permita, por medio de la repetición constante de esquemas armónicos sencillos o complejos.
Notaremos así la liga que hay entre el tam-tam monótono de los tambores africanos con los acordes repetitivos y cíclicos inmanentes en el blues y el jazz, transmitidos de alguna manera a la música de rock, y con clara presencia en la música disco, cuya finalidad última es lograr la eliminación, aunque sea por unos minutos, de la contingencia y la banalidad. La “fiebre del sábado por la noche” responde, efectivamente, a la necesidad de ser alguien, de identificarse mediante de la fusión indiscriminada y orgiástica —en su sentido antropológico, aclaro— con el grupo de danzantes.
Hay, sin embargo, formas más refinadas de expresar esta detención del tiempo por medio de la música. Cualquiera que haya escuchado con atención piezas como el Bolero, de Ravel, o el Canon, de Pachelbel, por citar dos composiciones conocidas, podrá apreciar cómo el poderoso conjunto de acordes repetitivos que llevan hacia un clímax, en el primer caso, o el sereno mar de mini armonías, en el segundo, logran cautivar el espíritu de una manera que se antoja mágica. Y es ahora el momento adecuado de referirnos al poder “mágico” de la música, entendiendo por magia la capacidad de manipular y tomar el control de los elementos que componen la realidad para lograr un fin determinado. En nuestro caso el fin es el ya mencionado de “detener” el tiempo.
Desde este punto de vista es válido considerar esta música como primitiva o arcaica, o fundamental.
Aquí, y también en la siguiente entrega, exploraremos algunos de los elementos filosóficos subyacentes en la música de dos autores por completo disímiles, sin suponer que esos componentes hayan sido incorporados conscientemente, sino más bien con la intención de mostrar una idea que pudiera ser interesante.
Carl Orff (1895-1982) fue un compositor originario de Múnich, Alemania, conocido por su música “neo-arcaica” para cantatas escénicas y ópera, y por su famoso método de enseñar activamente música a los niños. La obra de Orff comienza formalmente (según sus propias palabras) con la composición de su obra primaria, Carmina Burana, en 1937, y que forma, junto con Catulli Carmina (1943) y El triunfo de Afrodita (1953), su ya famoso tríptico de música escénica, o de “teatro abierto”.
Otras obras de Orff son su bellísima Entrata, de 1928 y que no obstante ser anterior a Carmina... forma parte integral de su estilo. Entre sus óperas se cuentan la también temprana Lamenti (1923), en el estilo de Monteverdi; la trilogía que comprende Antigonae (1949), Edipo el tirano (1959) y Prometeo (1968); y obras para escenarios musicales, como Der Mond (La Luna, de 1939) y Die Kluge (El listo, de 1943). Su extensa obra para niños —tanto de enseñanza como de interpretación—, llamada Schulwerk, abarca desde 1931 hasta 1954, y también compuso una pieza posterior, La comedia del fin del mundo, estrenada en el festival de Salzburgo de 1973. El común denominador de toda esta obra se encuentra en el poder mágico que la música puede lograr, y en las formas de obtenerlo por medio de una técnica básica y simple.
En virtud de esa afortunada combinación entre matemáticas, ciencias de la computación, tecnología y altruismo comentada en ensayos anteriores, ahora podemos dar un enorme salto cualitativo para, a partir de los siguientes párrafos, escuchar selecciones de la música recién mencionada. Nunca antes en la historia había sido posible escuchar una pieza sin asistir físicamente a su representación, y solo fue con la invención del fonógrafo, a finales del siglo XIX, cuando nos liberamos de esa atadura.
Hoy en día estamos acostumbrados al portentoso milagro del internet, e incluso ya casi lo consideramos como si fuera un producto natural, aunque por supuesto requiere de la difícil y virtuosa conjunción de formidables cantidades de conocimientos, recursos, voluntades. Un universo así, repleto de magníficas y gratuitas oportunidades de enriquecimiento existe solo desde hace muy pocos años —las grandes figuras de la historia cultural de la humanidad nunca lo tuvieron, por cierto—, y no debería dejar de maravillarnos, pues nos brinda la capacidad de transportarnos en el tiempo para volvernos cómplices gozosos del arte, la sabiduría y la creatividad. Si esta no fuera una definición de la felicidad, le queda cercana.
Aquí sólo tendremos espacio para mostrar y comentar algunos fragmentos empleando pasajes interpretados por diversas orquestas y directores, y definitivamente invitamos al amable lector a tomarse el tiempo para escuchar las piezas completas, tal como fue la intención del compositor. En forma similar a las demás cosas importantes en la vida, escuchar música de concierto demanda paciencia y dedicación: afortunadamente, sí existe algo más allá de los playlists de Spotify...
En primer término tenemos la parte introductoria de Carmina Burana: “O Fortuna”. Carmina Burana es una cantata escénica basada en textos de los siglos XII y XIII descubiertos en un monasterio alemán. Las piezas hablan de las pasiones terrenas y de la naturaleza de su satisfacción, junto con la certeza de lo inevitable del destino. La música de Carl Orff capta el poderoso impulso vital reflejado por los textos, junto con una atmósfera mágica y misteriosa, lo cual logra por medio de un conjunto de percusiones y coros repetitivos, a veces brutales. La técnica se conoce como “ostinato”, y posee una tremenda fuerza, como se podrá escuchar al activar los siguientes enlaces de internet. Un extracto de la letra del primero dice:
“Oh fortuna, como la luna, siempre alzándose, luego declinando. La detestable vida nos trata mal y luego con suavidad, jugando con nuestros deseos, causando que el poder y la miseria se derritan como hielo”.
Este es otro pasaje, llamado “Ecce Gratum”, un canto a la primavera y a su fuerza vital.
El tercer fragmento es una danza sobre la hierba.
La cuarta y última muestra es una canción de amor con el tema “ven, ven, corazón mío”.
El ostinato como forma de revitalizar la realidad y “detener el tiempo” lo sentimos también en esta primera parte de Catulli Carmina, donde somos “atacados” directamente por la combinación de percusiones y voces, sin orquesta. La primera sección se titula “Eis aiona”, que significa “Para siempre”. Nótese la tremenda vitalidad que da el ostinato; lo muchísimo que se puede lograr con tan pocos elementos.
En un fragmento de La comedia del fin del mundo, Orff aprovecha la fuerza expresiva de los ritmos primitivos (cuasi africanos) para enviar el terrífico mensaje “Ignis eterni”; fuego eterno, que acompaña a la desaparición del mundo. En este caso se trata de un regreso a las etapas anteriores a la creación, y de la visión mágica de ese momento.
Pero no todo es apocalíptico. En la ópera Der Mond (La Luna) se nos cuenta cómo el satélite es recuperado, pues lo habían robado los habitantes del mundo de los muertos, en medio de una música jubilosa, a la manera ya conocida.
Como otro ejemplo del poder de la repetición, escuchemos la Entrata. Esta pieza es una acabada muestra de los estados de ánimo que es posible lograr por medio ya no del ostinato, sino de un conjunto de dos melodías que se repiten alternadamente en forma de varias voces entremezcladas. Toda la pieza consiste en una fina urdimbre de mini melodías donde una sigue a la otra, a la manera de una lluvia de estrellas fugaces. La composición es lineal, está dirigida hacia adelante; no es circular como los ostinati. Pero el efecto logrado es de una calidad tal que rebasa en mucho lo simple de su construcción. Podemos notar varias secciones, separadas por el sonido de fanfarrias.
Por otro lado, aquí hay un breve ejemplo de la extensa obra de música para niños de Carl Orff.
Además, en 1983, el muy talentoso Ray Manzarek (1939-2013), tecladista del grupo de rock The Doors, grabó una extraordinaria y fidedigna —nota por nota— versión de Carmina Burana en, digamos, versión electrónica. El disco fue producido por el compositor Philip Glass, mencionado más adelante.
Pasando rápidamente a la música de otros autores (aunque los siguientes ejemplos son muchos, y examinarlos no será una tarea rápida), hay abundantes muestras adicionales de cómo se logra un estado de serenidad similar al observado empleando medios no demasiado complejos. Mencionamos ya el Bolero, de Maurice Ravel (1875-1937), o el Canon, de Johann Pachelbel (1653-1706). Por supuesto, no es necesario ser experto en música para sentir esta magia y sentirse maravillado; quien esto escribe, por ejemplo, ni siquiera sabe leer una partitura.
Abundando en los temas de la repetición, como posibilidades similares tenemos la Sonata en Sol, D. 894 para piano, de Franz Schubert (1797-1828); el Nocturno en Si para orquesta de cuerdas, Op. 40, de Antonín Dvorak (1841-1904), y el Preludio y Fuga en Sol mayor, entre tantas otras piezas de El clave bien temperado, de Johann Sebastian Bach (1685-1750), o sus Variaciones Goldberg.
Igualmente podemos pensar en las Memorias para teclado, del compositor mexicano Julio Estrada (n. 1943) o, incluso, la Sinfonía Simple, de Benjamin Britten (1913-1976).
Un ejemplo impresionante de la potencia del ostinato se encuentra también en la parte dedicada a Marte en Los planetas, de Gustav Holst (1874-1934).
Además, la conocida como música “minimista”, de varios autores contemporáneos, está en buena parte dedicada a explorar el poder casi hipnótico de los ritmos y acordes repetidos ad infinitum, como en estos nuevos (y extensos) ejemplos:
Cuatro órganos, de Steve Reich (n. 1936), o sus Tehilim (Salmos).
La composición En Do, de Terry Riley (n. 1935) es monumental, e igualmente lo es El fotógrafo, de Philip Glass (n. 1937).
Con las mismas ideas filosóficas de la repetición como motivo y guía conceptual, dedicaremos el próximo ensayo a la extraordinaria obra del pianista Keith Jarrett; desde ya, quedan atentamente invitados.
La música de concierto es inacabable y ahora, gracias a la magia del internet, la podemos tener al alcance en virtualmente cualquier tiempo y lugar. ¿Nos atreveríamos a cometer el pecado de ignorar tal maravilla? No nos salvaríamos...
AQ