Si bien la literatura puede asumirse como una forma de salvación, más a menudo es un agente de decepción. En tanto reflejo de la condición humana, sus respuestas son ambiguas más que soluciones definitivas. El dilema favorito de la religión y de cierta filosofía dimanada del Romanticismo (“la doctrina de la perfectibilidad de la naturaleza humana”, la llamó Flannery O’ Connor) ha sido elucidar si el hombre es inherentemente bueno o malo. Mientras la Ilustración planteaba el progreso como intrínseco a la razón, el cual paulatinamente conduciría a la felicidad terrena, las vicisitudes de la Revolución francesa, presunta encarnación —léase con las reverberaciones cristianas— de la trinidad intelectual de la libertad, igualdad y fraternidad, terminó en un régimen de terror que enfrentó a los filósofos a la constatación del mal. Este temprano desencanto en los recién entronizados valores seculares en el antiguo sitial de la divinidad constató que la ideología no se encuentra libre de los accidentes ni de las contingencias cotidianas.
La narrativa de Flannery O’ Connor propone una lectura semejante. Nacida el 25 de marzo de 1925, en Savannah, Georgia, hija única de un matrimonio de ascendencia irlandesa, a la edad de quince años perdió a su padre a causa del lupus eritematoso, enfermedad fatal que ella heredaría y causaría su muerte en 1964. Tras ello, decidió permanecer en Milledgeville, el pequeño pueblo al que la familia se había mudado en 1935, donde cursó sus estudios universitarios en la Georgia State College for Women (GSCW), hoy Georgia College & State University. La orfandad temprana que sufrió se aprecia en varios de sus personajes, principalmente en los protagonistas de las novelas Sangre sabia (Wise blood, 1952) y Los profetas (The Violent Bear It Away, 1960), así como el arraigo al terruño en vez de emigrar a otros territorios. Dotada con un humor acre, una fina ironía y una implacable mirada contra los prejuicios, la mediocridad y la impostura, desde sus años colegiales cultivó la sátira, aunque, curiosamente, a través del dibujo. En The Corinthian, la revista literaria de su colegio, publicó viñetas y linograbados de corte humorístico que se mofaban tanto del ambiente estudiantil como de ella misma. Al respecto, hay una caricatura en la que mientras varias parejas de jóvenes bailan la chica sentada en una silla reflexiona: “Bueno, siempre podré ser una doctora” (“Oh, well, I can always be a Ph. D”). Esta faceta, poco conocida por el público, se difundió en 2012, con la edición de The Cartoons (hay traducción castellana: Tiras cómicas, Nórdica, 2014).
Tras obtener su maestría en Ciencias Sociales en 1945, se inscribió en la Universidad de Iowa para estudiar Periodismo. Merced al hoy famosísimo Iowa Writers' Workshop, consolidó su vocación literaria y concluyó una colección de relatos, gracias a la cual se recibió de maestra en Bellas Artes (Master of Fine Arts).
Iowa no solo sería decisiva para su evolución literaria, sino para su desarrollo espiritual; fue en esta época, entre enero de 1946 y septiembre de 1947, que comenzó su Diario de oración (publicado en inglés en 2013 y en castellano en 2018 por Ediciones Encuentro) y, durante el Día de Acción de Gracias de 1946, la redacción de su primera novela, Sangre sabia, en la que los titubeos y dudas que acucian a su protagonista, Hazel Motes, el desquiciado pastor que parece dimanado de Así hablaba Zaratustra —no casualmente uno de los libros que la petulante Mary Elizabeth le lleva al criminal de “Partridge en fiestas”—, parecen reflejar el agonismo de la propia autora, en la que no únicamente lucha contra el ángel, como Jacob, sino contra el demonio de la literatura.
Aunque en principio no resulte evidente, esta escritora católica cuyo teatro narrativo es el drama moral, ahondó en los caminos explorados por los primeros modernistas, añadiendo a la percepción sicológica propia del estilo indirecto —su técnica favorita— el sesgo inédito de las vicisitudes de la experiencia religiosa. Sería posible proponer una suerte de esquema o fábula de las historias, que nos presentaría a un personaje, con frecuencia mujer, solitaria, pobre, enfrentado a una dura vida, sea en la ciudad o en una granja, quien obligado a templar sus principios con las costumbres, no resiste al examen y sucumbe ante el azar; un azar, que huelga decirlo, muchas veces los personajes propician intencional o casualmente por su necedad.
Una de las herramientas distintivas y axiales de la ficción moderna es el monólogo. De Molly Flanders a Ulises hay una evolución de la voz narrativa que, además de permitirnos presentar una historia desde la subjetividad del narrador, se convierte en un testimonio de cómo discurre la mente. De ahí que David Lodge, al reflexionar sobre de qué modo el ser humano podría mostrar cómo funciona el pensamiento, comprendió que debería de ser a través de la literatura y que esas manifestaciones ya habían sido escritas. Así nace La conciencia y la novela. Al respecto, O’Connor señaló que la novela “demuestra algo que no puede ser demostrado de ninguna otra forma, salvo en una novela”.
Fundamental en las estrategias narrativas de Joyce, un autor cuya cosmovisión acusa la influencia del catolicismo, el recurso monológico le permitirá no únicamente mostrar el proceso mental, sino, asimismo, la transformación anímica del personaje: la revelación, que habrá de ser clave para comprender el universo de O’ Connor. Merced a la representación del drama interior de los personajes, podemos vislumbrar cómo piensa un fanático, un esquizofrénico o un prejuicioso. La narrativa de la sureña matiza los alcances del monólogo interior al sortear el simulacro taquigráfico mediante el filtro de un narrador, el cual marina el fluir cognitivo con el matiz del estilo indirecto. De este modo, el flujo de conciencia se depura de sus elementos impuros —fango y ramazales sintácticos que impone en su afán de ilusión de verosimilitud— al tiempo que se encauza hacia la confrontación, el gran problema ético del universo de O’ Connor: la distancia entre nuestros ideales, ese corpus de convicciones que llamamos moral, y nuestros actos; el abismo o golfo de sombra que separa la ideología de la realidad, con lo cual registra una crítica profunda a la hipocresía y la mediocridad.
Si esta narradora aportó a la retórica narrativa un nuevo uso de las herramientas focalizadoras para plasmar las vacilaciones sicológicas de sus criaturas y la relatividad con que una narración presenta los hechos —el narrador no confiable—, en la temática debe considerársele igualmente avanzada en cuanto se ocupó de denunciar el kitsch ético, esa visión edulcorada y por ello falsa de la vida en que todo se resuelve mediante fórmulas y recetas: orar, buenos sentimientos, caridad superficial…, que, en realidad, ocultan la frivolidad, el fariseísmo y la oquedad anímica de tales individuos. En “La persona desplazada”, por ejemplo, los sucesos se nos presentan a través de la mirada de la señora Shortley, quien se considera buena aunque para ella la religión sólo sea “un acto social que proporciona la oportunidad de cantar”. Su verdadera naturaleza la anticipa la descripción que la caracteriza como un buitre que “planea en el aire y se abate hasta que se posa sobre el cadáver”. En “Los lisiados serán los primeros”, Sheppard, otro personaje cuyos pensamientos y percepción conocemos por el estilo indirecto, sólo en el desenlace comprenderá que la vileza emana no de los demás, sino de él mismo: “La vileza flotaba a su alrededor como un perfume, y tan cerca que parecía tener su origen en su propio aliento”.
Por ello, el énfasis en la violencia y en el dramatismo, que a menudo implican la conversión y la revelación, como elecciones predilectas en vez de la verdad, la bondad y la belleza: “En las buenas novelas y dramas debes cruzar situaciones concretas para arribar a la vivencia del misterio”, observó O’ Connor. Sesenta años después de su muerte, la vigencia de su temática reside en que es una cura contra la ilusión y el entusiasmo. A menos que ese entusiasmo, tan kantiano, proceda de la gracia y no de la historia.
Lejos de enarbolar una actitud escéptica o nihilista, como se le acusó superficialmente, propone, a través de un movimiento fundacional, curarse de ilusiones y emprender una búsqueda individual de la verdad, con lo que, como Bashevis Singer, cuestionó la concepción del libre albedrío. O’ Connor demostró que la moral, además de carecer de respuestas eficaces al cuestionamiento sobre los motivos para existir y mejorar la sociedad, con sus soluciones estereotipadas y muchas veces dogmáticas, sin importar si proceden de la religión o del credo ilustrado, deviene un instrumento de desigualdad y sufrimiento. En sus historias, que con frecuencia concluyen trágicamente, el periplo narrativo contrasta las buenas intenciones de sus protagonistas, cuyos valores son más inculcados que auténticos. Esa vida de la que se ufanan por su integridad es ficticia porque sus valores no han sido confrontados, hasta que un elemento disruptivo los somete a una crisis en la que se revelan como seres huecos, muchas veces estúpidos, incapaces de dilucidar cuál es la verdadera bondad o pecado, e incluso malignos en su ofuscación intelectual. La tragicomedia que propone esta obra revela el fariseísmo de quienes se conciben a sí mismos como buenos, inteligentes y moralmente superiores, lo cual logra al presentárnoslos desde su propia perspectiva, reflejando su pensamiento en el espejo deformado, pero verosímil, del discurso monológico. Paralela a este flujo refulge la revelación de la gracia, el camino de salvación que atisban, así sea fugazmente, como la madre de “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, quien, tras farfullar elogios marrulleros y vaguedades sobre la redención, la bondad del rezo y la redención cristiana, experimenta una auténtica compasión por el Desequilibrado y exclama: “¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!”, mientras, como Dios a Adán en el conocido fresco de Miguel Ángel, roza sus dedos, aunque el desenlace decepcione las expectativas de un gusto educado en el melodrama.
Crítica a las supersticiones de toda índole, provengan de una lectura literal y sin alma de la Biblia o de los valores ilustrados y su no menos dañino catecismo, podría decirse que O’ Connor previó y satirizó la nueva moralina que subyace en los preceptos de lo políticamente correcto, como lo constatan los episodios atroces narrados en “Todo lo que asciende tiende a converger”, “Partridge en fiestas” o “Los lisiados serán los primeros”; narraciones cuyos personajes se asumen como puros, si no es que moralmente superiores —como el manco de ínfulas filosóficas de “La vida que salvéis puede ser la vuestra”, que proclama su inteligencia moral—, quienes al intentar aleccionar a los otros terminan enfrentados a la crudeza de una realidad que decepciona los postulados éticos de la doctrina liberal.
En el siglo transcurrido desde el nacimiento de Flannery O’ Connor hasta hoy, la nación de la que tan nítidamente percibió los contrastes entre el Sur y el Norte, entre el fanatismo religioso y la no menos cerril intransigencia del progreso secular, se convirtió en el territorio por excelencia de las mentalidades incapaces de reflexionar, en la que la confrontación inherente al populismo está a punto de cancelar la discusión y el pensamiento crítico por el que ella tanto abogó y luchó. Su centenario nos permite recapitular su mirada escéptica e irónica pero al mismo tiempo plena de espiritualidad; espejo moral para una época que sustituyó sus viejas creencias por nuevos despropósitos, al salir de un laberinto de supersticiones para refugiarse en una casa de espejos de feria. En un irónico giro —una de sus estrategias literarias favoritas– ella misma ha sido una víctima de esa soberbia intelectual: un artículo en The New Yorker en el que Paul Elie la tilda de racista detonó una propuesta de cancelación que, continuando con la ironía, quien se apresuró a acatar fue una institución católica, la Universidad de Noyola; una medida propia de un catolicismo que se esmera en guardar las apariencias mientras perversamente protege a su clerecía pedófila.
Tan incómoda ahora como en su época, la crítica de O’Connor es agonía en el sentido primordial: combate, tanto interno como contra los prejuicios que impiden el albedrío. La obtusidad intelectual que reflejan los personajes de Rayber (“El barbero”), Calhoun y Mary Elizabeth (“Partridge en fiestas”) o Thomas (“Las dulzuras del hogar”) es semejante a la cerrazón de los fanáticos religiosos que representan Hazel Motes (Sangre sabia) o Mason Tarwater (Los profetas). De hecho, esa pugna de ciegas voluntades determina los conflictos de las novelas. Hoy, la nación distópica del gobierno de Donald J. Trump ha vuelto el acerbo panorama que trazó esta narradora eminentemente sureña, cuyo universo era comarcal, en un fresco realista, con lo que se cumple una de las ironías con las que ella solía responder a sus críticos: lo grotesco es en realidad una forma de realismo. Si queremos entrar en la mente de la Norteamérica fanática, la del cinturón bíblico, pero también la del dogmatismo liberal que anida en los campus universitarios, para entender la semilla de la intolerancia hacia el otro, la obra de Flannery O’ Connor continúa siendo un gran mural y un venero de libertad.
AQ