La risa y Rabelais

Opinión | Bichos y parientes

“Porque reír es lo propio del hombre”, dice el escritor francés al inicio de sus libros.

Gargantúa, uno de los personajes de François Rabelais. (Ilustración: Gustave Doré)
Julio Hubard
Ciudad de México /

“El menos popular, el menos estudiado, el menos comprendido y estimado de los grandes escritores de la literatura mundial”, dice Bajtín. Alicia Yllera, editora y traductora de los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel para la editorial Cátedra, lo llama “un gran autor desconocido” en un par de estupendas conferencias, eruditas, divertidas, que se hallan en el portal de la Fundación Juan March.

Y es que resulta difícil acercarse a Rabelais desde la lengua española. El humanismo —y no las babas bondadosas de gente que piensa padre y vale chorros— fue un apego a las lettres humaines; sobre todo, la recuperación del griego y hallar que en lenguas vulgares existe un universo de expresividad y pensamiento que no podía habitar en el esclerótico latín de la escolástica y los tribunales. También fue una obcecación en la verdad: en estos cuerpos, que han de ser atendidos y entendidos, sucede todo lo humano, incluido el espíritu. Se lee a Platón, pero también a Hipócrates; se pinta a Cristo en la cruz según la anatomía, no la idea. De entre los humanistas, los más cristianos desarrollan la philosophia christi: Erasmo elogia la locura de unos hombres que eligieron perseverar en una aparente locuacidad que los llevó a la derrota humillante y la muerte: Jesús y Sócrates.

La de Erasmo, Moro y Rabelais, era una idea más bien berrenda de la locura: la môría griega, que los traductores dejaron en “necedad”, cuando seguramente Erasmo quiso remitir el vocablo a sus usos comunes en los textos griegos: hablar disparatadamente, decir boberas, la inconsistencia y el despeñadero de la severidad, pero no de la verdad. Folia en italiano; folly en inglés; en español, después de haber sido usada por Berceo y el Arcipreste de Hita en su sentido de locura o locuacidad, “folía” quedó solamente para un género de canción, ligera, bailable.

Pérdida importante, quizá debida a la asustadiza severidad de Felipe II y sus terrores ante las modernidades de protestantes. Los humanistas españoles dejaron pronto de reír cuando en La Pragmática del rey, de 1558, establece la “Prohibición de pasar los naturales de estos Reinos a estudiar en Universidades fuera de ellos. Porque somos informados que… nuestros súbditos que salen fuera de estos Reinos, allende el trabajo, costas y peligros, con la comunicación de los extranjeros y otras Naciones, se distraen y divierten, y viven en otros inconvenientes; y que ansimesmo la cantidad de dineros que por esta causa se sacan y se expenden fuera de estos Reinos es grande, de que al bien público de este Reino se sigue daño y perjuicio notable”.

Al rey le aterraba la nueva liberalidad de Europa y España enfermó de seriedad. La severidad se volvió oscura y mortal, pero la risa, perseguida y todo, no puede borrarse. La del Lazarillo de Tormes es cruel; la de Quevedo es genial y desternillante, pero aviesa y pervertida: “tiene cosas de las cosquillas, pues hace reír con enfado y desesperación”, según escribió en una carta a Álvaro de Monsalve, explicando el envío de La hora de todos. Salvo por el Quijote, verdadero elogio de la folía, en la literatura española la risa se volvió torva, violenta, y se parece más a la puñalada que a la franqueza. No es un recurso del cuerpo en trance de conocer y reconocer sino modo de herir y hacer sangrar.

La risa de Erasmo era, además de la confesión de insuficiencia de una pobre inteligencia mortal, un gesto que nos confirma la humanidad, falible y rota. Para Montaigne fue el signo que nos distingue de los animales. “Porque reír es lo propio del hombre”, dice Rabelais en el inicio de sus libros. Y no hay autor más obsceno, procaz, vulgar; se dilata en elogios de la materia fecal, los fluidos corporales, la falibilidad y la exhibición grotesca de los cuerpos; escribe cómo se comportan los niños cuando aprenden a decir vulgaridades y a usarlas para vejar al mundo entero. Como meterle mano a un mecanismo sin ánimo de repararlo, sólo para verlo cuando se quiebra o corta o simplemente se abre: el niño que destripa un insecto o desarma un juguete. Rabelais, sus juegos, sus cochinadas, su risa constante aportan la folía para poner en su lugar al rey y sus solemnidades, la ética fervorosa e hipócrita de vasallos y feligreses y las divisiones entre santos y diabólicos. Curiosa píldora de mil páginas: al fondo de la risa no quedan sino bolsas de materia fecal que se creen eternas. Y lo son, pero no por sí mismas sino por agencia gratuita y externa.

​ÁSS

LAS MÁS VISTAS