Antes de la luz artificial y los mapas, los lindes internos de la tierra los marcaban los cauces de los ríos, acaso rocas enormes o el inicio del desierto. Luego pasó: las fronteras establecidas por el poder y la guerra abonaron a la delimitación de la superficie del mundo con tratados y documentos, donde se acordó “de aquí a allá”. Sin embargo, desde siempre, los límites son traspasados tenazmente por piernas a fuerza ágiles al amparo de la niebla o de la oscuridad.
Qué es la frontera si en la propia piel relumbra aquella tonalidad indecisa de una mina que tiembla, si en nuestra dermis viaja el olor de la ciénega; si en la lengua, el sabor de las piedras de lago nos habla de distancias y navíos pasados. Es así como los límites desaparecen, o lo hacen ante signos extraños pronunciados por otredades amadas y temidas, forman espirales incontrolables. Cada palabra ajena es un país al que nos aproximamos, él muestra sus contornos heredados según sea su deseo. Nos acercamos ataviados con esa curiosidad que arde como bestia recién despierta, para atravesar, por ejemplo, los límites secretos cuando inicia el beso. Existe el riesgo de ser devorados o devorar, para luego convertirnos en un país distinto, y tal vez decir al abrir los ojos después del beso: “la certeza de sus labios destruye todo límite”.
Las fronteras terrestres, hiladas con raíces de hambre y su fe, siempre, siempre abrigarán una ráfaga de viento que despeje nuestra frente ansiosa. No importa qué límites nos hayan vencido, no importa qué límites hayamos vencido, el viento los ignora. Él mismo es frontera dolorosa en movimiento. Como lo deja entrever la pieza de música clásica contemporánea “Para el mundo” del chino Tan Dun —violinista, compositor y director de orquesta—, lleva implícita en su esencia la desaparición de límites geográficos. El artista despeja las superficies conocidas para entregar una melodía que limpia oídos y corazón de quien escucha, como lo hace el viento helado que acaricia arcilla y mares.
Nos duele la frontera legal conocida porque se nos enseñó a identificarla, a no cruzara sin permiso, a temerla, a ahogarnos en ella con bebés en brazos. Y de tanto señalarla, se volvió parte de nuestras pesadillas y ensoñaciones. La frontera somos nosotros y nos revelamos al llevarla de país en país. El poeta costarricense Jorge Debravo en su poema “Nocturno sin patria” nos expone a su mirada, que es un sueño de belleza que aún sangra: Yo no quiero un cuchillo en manos de la patria./ Ni un cuchillo ni un rifle para nadie:/ la tierra es para todos,/ como el aire.// Me gustaría tener manos enormes,/ violentas y salvajes,/ para arrancar fronteras una a una/ y dejar de frontera solo el aire.// Que nadie tenga tierra/ como tiene traje:/ que todos tengan tierra/ como tienen el aire.// Cogería las guerras de la punta/ y no dejaría una en el paisaje/ y abriría la tierra para todos/ como si fuera el aire...// Que el aire no es de nadie, nadie, nadie.../ Y todos tienen su parcela de aire.
Si no hay límites divisorios entre la lluvia y la música y el aire, como la frontera inexistente entre tú que lees y yo quien te escribo desde una mesa llena de libros por leer, o debo decir amar, o debo decir indagar, si no hay límites las preguntas se liberan, las preguntas surgen para dar paso a más de ellas, como un campo de flores amenazantes. De esta forma Lizbeth de la Cruz Santana, artista mexicoamericana y profesora de Estudios Chicanos en Baruch College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, investigadora del proyecto “Humanizando la deportación”, desde los límites fronterizos ha dado vida a dos proyectos murales: “Playas de Tijuana” (2019-2021) y “Santa Fe” (2024) en Ciudad Juárez, ambos muestran la estética de los rostros de personas deportadas. Y es en este punto donde los límites reales se vuelven heridas que se deben mostrar blandiéndose al aire.
Las fronteras terrenales de Coahuila y ciertos espejismos se enfrentaron en el pasado tantas veces con la corporalidad y cosmogonía de la etnia Ndé Lipán; que al día de hoy el pueblo resiste e insiste en preservar sus creencias, por eso que en esta página brilla una de sus deidades: Yudé ligáá isdzaa, que quiere decir “mujer blanca”, “la mujer que cambia”, “la mujer vestida de blanco” —entre algunas definiciones—. Es asociada con la fertilidad, la creación y la protección de la tierra y de la propia etnia; vinculada además con la naturaleza, la vida y el sustento. La filosofía Ndé Lipán nos vuelve a compartir una de sus certezas: la tierra no tiene dueño, no es de nadie, nosotros, toda persona y ser animal, le pertenecemos.
Entonces, ¿de dónde a dónde nos desplazamos entre el conocimiento y el amor?, ¿cruzamos una línea real, verdadera, que nos define?, ¿el entendimiento entre dos surge acentuando o desvaneciendo sus fronteras?
ÁSS