“The american dream is killin' me”, ruge Billie Joe Armstrong en el primer verso de la primera canción Saviors (Reprise, 2024) estableciendo el tono de su décimo cuarto álbum de estudio, e indicando, con los guiños de los acordes a Do you remember rock’n roll radio de The Ramones, que su espíritu punk está más vivo que nunca. Con una regularidad que envidiaría la criatura depredadora que asuela Derry (Eso, Stephen King), Green Day despierta cada veinte años para lanzar un aullido que a través de la crisis personal encarna un malestar colectivo. El grito primordial se profirió en Dookie (1994), prolongó su clamor en American Idiot (2004) y resuena con guturalidad primigenia en Saviors (2024), como si hubiera chocado contra el monte Rushmore después de no encontrar cobijo en el Santuario de la democracia.
Asumidos hoy como una trilogía, estos discos entablan una relación desde la imaginería de las portadas: un bombardeo en el primero, una granada en el segundo y una piedra en la palma de la mano de un joven que sonríe mientras a sus espaldas arde una pira en medio de la calle. Las amenazas ilustradas reflejan los cambios experimentados por el trío en estas décadas. Su irrupción en la plaza de la música fue con una bomba fecal y un ánimo más satírico que amenazador —en esa ilustración de Richie Bucher, un mono duda en arrojar el mojón que sostiene en su mano—; posteriormente plasmó, con una granada diseñada como corazón sangrante, la dualidad en que se debatía su país durante la presidencia del idiota americano Bush Jr.; y ahora retoman —y modifican— una fotografía del inglés Chris Steele-Perkins captada durante el conflicto entre los unionistas y los republicanos de Irlanda del Norte. Si los problemas parecen haberse recrudecidos en años recientes, a juzgar por el lúgubre diagnóstico social que insinúan versos como “Así es como el mundo termina” (“Strange days are here to stay”) o “Bienvenido a mi pesadilla/donde los sueños se pierden” (“Dilemma”), la respuesta también se ha radicalizado. No basta con tirar mierda, hay que enfrentar al sistema aunque sea con un arma tan burda como una piedra —o un conjunto de canciones estridentes.
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El entrecomillado del título, “Saviors”, delata la acepción irónica del vocablo. Esa desconfianza en la narrativa redentora —religiosa, política, personal— revela que el colapso es general y no hay escapatoria (¿no es esa la lección de la saga de muertos vivientes de Romero a la que rinde homenaje el video de “The american dream is killing me”?). Ya no se trata de una angustia generacional, en la vena de The Who, la otra gran influencia del grupo, además de The Ramones y Sex Pistols; ni de una inconformidad con el presidente en turno; sino de insatisfacción con el modo de vida norteamericano, con las periódicas crisis de empleo y de vivienda, con la rendición a las teorías conspiranoicas, la omnipresencia de las redes sociales y la vacuidad y dispersión de las generaciones más jóvenes. “Mi país se encuentra bajo asedio”, sentencia en “The american dream is killin' me”.
Si el cancionero del trío oscila entre el confesionalismo autobiográfico y los apuntes de protesta social, en este disco reflexionan sobre su pasado mientras reparan en el presente para otear un futuro sombrío: el sistema social está invadido de zombies; una comparación que atraviesa la lírica de Green Day y en cierto modo da cohesión a varias de las piezas de este álbum (“Perdí mi cabeza” confiesa en “Look ma, no brains!”; y en “Dilemma” señala “No quiero ser un muerto que anda”). Fruto de una recapitulación, guiña a la escena del CBGB en “1981”; expresa la ambigua sexualidad de Billy Joe en “Bobby Sox”, cuya imaginería evoca la comunión entre la banda y sus soleados seguidores; y recordando a sus primeros álbumes, rememora amores pasados, en “Suzie Chapstick”, que canta al amor perdido con acentos de Elvis Costello; o en la no menos melancólica y sombría “Goodnight Adeline”, cuyo solo de guitarra bien pudo firmar Phil Lynott de Thin Lizzy.
Sin miedo a la paráfrasis ni a la apropiación de otros estilos, que en momentos bordea con el plagio, desde riffs de Iggy Pop, Pink o Blur, hasta versos de The Beach Boys, Alice Cooper o Sam Cooke, el trío emprende un examen; y así Armstrong efectúa ajustes de cuentas fitzgeraldianos en “Dilemma”; adopta un aire melancólico de sapiente paterfamilias (Father to son”); sin que dicha introspección cure su angustia y sensación de pánico. “Coma City”, “Look ma, no brains!”, “Strange days are here to stay” y “ Living in the ‘20s” son vibrantes himnos a los días extraños anunciados por Jim Morrison y cristalizados en celuloide por Kathryn Bigelow: un documento lírico de la vida en la América trumpiana, la era de la posverdad, de la epidemia de covid y del fentanilo, de los tiroteos masivos, de los incendios provocados, de la confrontación con la política y la policía pero también con las nuevas generaciones: “La generación Z está acabando con los baby boomers” (“Strange days are here to stay”).
No es un disco perfecto, hay canciones fallidas —todas las miradas apuntan a “Corvette summer”, un pastiche del rock ochentero que se emitía en la radio FM — y el nonsense característico de Armstrong (“el nonsense es mi heroína” confiesa en “Look ma, no brains!”) resulta huero facilismo en algunas letras, pero encomio que Green Day continúe esgrimiendo la rebeldía, ofreciendo vívidas instantáneas sociales y aportando melodías memorables y piezas frenéticas que impelen a gritar y recuperar la rebeldía primigenia del género. Es la primera banda punk que en plena cincuentena —una edad en la que de acuerdo a la filosofía de este movimiento más valdría estar muerto; “ya es demasiado tarde para que me suicide”, ironiza Armstrong en “Look ma, no brains!”, — logra un álbum digno, valioso por sí mismo y no únicamente para los incondicionales. Aunque sea una obviedad, no he visto a ningún crítico destacar este logro. Mientras los buenos punks están muertos o covereándose hasta el marasmo, sus espurios vástagos, tantas veces repudiados, demuestran la vitalidad de esta música tan ligada a la efimeridad.
Puede que estén abotargados, que ni el delineador oculte los estragos físicos, pero a cambio Billy Joe aún puede gritar hasta desfallecer que no solo que está harto del modo de vida norteamericano sino emitir un visceral reclamo erótico; y Mike Dirnt y Tré Cool sostener el ritmo pertinaz pero desaforado del hardcore. Todo con honestidad, sin autocompasión ni indulgencia, admitiendo sus flaquezas —las adiciones en “Dilema”, la paternidad fallida—, sin por ello soslayar su fe en el amor y en la utopía comunitaria, aunque su petición de salvación entrañe un retintín sardónico: “Tenemos toda la ficción en la que debemos creer” (“Saviors”). Un álbum idóneo para celebrar con fuegos de artificio los treinta años de Dookie, los veinte de American Idiot… ¿O en lugar de cohetes será mejor echar bombas fétidas?
AQ