‘Guía ética para la transformación de México’: un manual lleno de buenas intenciones

Análisis

Aunque la ética y la civilidad son necesarias, la educación moral no le corresponde al Estado y es, incluso, más cuestionable cuando implementa un sesgo ideológico.

El presidente López Obrador presenta la ‘Guía ética para la transformación de México’. (Cortesía: Presidencia de la República)
Luis Xavier López Farjeat
Ciudad de México /

El gobierno actual planteó desde un inicio la intención de impulsar la creación de una Constitución Moral. En una nota publicada en este mismo espacio hace un par de años, sostuve que, sin duda, viene al caso restituir la ética y la civilidad, el orden legal y la moral. La sociedad mexicana ha sido lastimada por la violencia y la criminalidad, por la injusticia y la corrupción. Sin embargo, también en aquel entonces objeté la creación de aquel documento arguyendo que la función del Estado no es educarnos moralmente, sino garantizar el Estado de derecho, proteger y garantizar la libertad y seguridad de la ciudadanía, así como promulgar leyes justas para el bienestar social.

Puede entenderse, sin embargo, que le preocupe al gobierno la educación ética de la ciudadanía. La Secretaría de Educación Pública casi siempre ha contemplado en los planes de estudio la formación ética y cívica de niños y jóvenes. Es preocupante detectar indicios de que quizá esos planes no han cumplido con su cometido entre la población escolarizada. La responsabilidad, sin embargo, no recae sólo en los gobiernos sino también en la sociedad. ¿Será que existe alguna forma de enmendar ese fracaso? El gobierno actual cree que el discurso edificante y la incitación al bien transforman la moralidad de los ciudadanos. El problema es que, como argumenté hace dos años, son inabarcables las formas de moralidad de las personas.

Entiendo que la recién publicada Guía ética para la transformación de México suple la idea original de la Constitución Moral. Se trata de una exhortación, no una coerción, a considerar una serie de valores y preceptos que contribuirían a que la convivencia nacional sea “pacífica, cívica, con libertad, paz, justicia, dignidad y seguridad”. Esta Guía se distribuirá entre la población, sobre todo entre adultos mayores, con la idea de que puedan transmitir “valores éticos” a la población más joven. Lo que no ha podido lograrse desde la escuela podría lograrse, o al menos esa parece ser la intención, si los adultos mayores asumen el papel de educadores. La idea no es del todo atroz: la familia —también exaltada en la Guía— influye a través del ejemplo, la convivencia y la conversación, en la moralidad de los ciudadanos. Lo debatible es que, con ese objeto, el gobierno introduzca “nociones morales que nos permitan resolver dilemas éticos”. El gobierno puede fomentar valores cívicos como la cultura de la legalidad, pero formular nociones morales de índole personal es delicado y cuestionable sobre todo cuando se hace con un sesgo ideológico.

El documento achaca a los gobernantes y empresarios “neoliberales” el que los valores éticos hayan sido demolidos. Es una hipérbole, por supuesto. Hay algo ingenuo en creer que el neoliberalismo destruyó por completo la moral de la ciudadanía y que en la supuesta era “posneoliberal” el Estado será capaz de restituirla. Afortunadamente, la ciudadanía no es una entidad homogénea meramente pasiva y receptiva dispuesta a actuar y proceder conforme a lo que dicta el Estado, sea o no neoliberal. El declive de la moral en nuestra sociedad es multifactorial y revertirlo requiere abarcar muchos frentes, comenzando por el restablecimiento de la justicia y el Estado de derecho. No es viable transformar nuestra realidad con un breve manual repleto de buenas intenciones.

La Guía ya ha sido criticada. Julio Hubard ha hecho notar el tono paternalista del documento, como si estuviese dirigido a un pueblo ignorante, incapaz de pensar por sí mismo (Letras libres, 1 de diciembre de 2020). Otros han criticado la “ensalada de valores” que los autores han preparado. Ese ha sido el caso de Guillermo Hurtado, quien ha propuesto que la Guía es una mezcolanza entre cristianismo laicizado, comunitarismo, ética de la diferencia y ecologismo (La Razón, 28 de noviembre de 2020). Algunos han percibido ese dejo dizque cristiano como algo riesgoso para el laicismo mexicano. Pero quizá lo que más ha inconformado es el llamado a otorgar perdón “si fuiste víctima de maltrato, agresión, abuso o violencia”, puesto que “así permitirás la liberación de la culpa de quien te ofendió”. En un país con un altísimo índice de feminicidios, homicidios, violaciones y desapariciones, en donde las víctimas han sido ignoradas y despreciadas cuando han exigido justicia, la “doctrina” del perdón es poco viable.

Quien otorga el perdón es capaz de suprimir los resabios de resentimiento y, en consecuencia, puede transformar internamente la ira o el rechazo experimentado hacia su agresor en sentimientos más positivos. Hay casos, sin embargo, en los que, dado el carácter irreversible del daño, es muy difícil —quizás imposible— condonar las acciones del agresor. La remisión de los sentimientos negativos hacia un agresor implica un esfuerzo personal y voluntario, propio del fuero íntimo de las víctimas y, como tal, es algo inaccesible y privado. Si alguien llegase a perdonar a su agresor, ello no elimina de ninguna manera el carácter objetivo de la ofensa. Si bien es cierto que, como lo han visto varias religiones —sobre todo el cristianismo—, el perdón conduce a un proceso de sanación interna, lo que verdaderamente compete al gobierno no es motivar la transformación interna de las víctimas, sino fortalecer los cimientos necesarios para la justicia. Sin justicia es imposible plantearse el perdón.

La Guía incluye, sí, un apartado dedicado a la justicia. Se habla ahí de eliminar leyes que no son justas, de hacer que las instituciones estén apegadas a la legalidad y que las leyes no se apliquen de forma “facciosa, discrecional y arbitraria”. Es difícil no estar de acuerdo. Sin embargo, cierra el apartado con una exhortación en donde la justicia se describe como algo subjetivo, a la vez apegado a las leyes, pero a fin de cuentas dependiente de la conciencia de un sujeto: “Si la justicia depende de ti, procura ponerte en el lugar de quienes la reclaman y de actuar apegado a leyes y reglamentos y de acuerdo con tu conciencia”. Por lo visto, esta extraña fórmula no es la que aplica siempre. Los representantes de las víctimas del crimen, las colectivas representantes de las víctimas de feminicidio, los padres de niños con cáncer, entre otros ciudadanos, no han encontrado ni justicia ni empatía. Y es que a veces el trecho entre el discurso y la acción está plagado de obstáculos.

Luis Xavier López Farjeat es filósofo, ensayista e Investigador nacional nivel 3 | Twitter: @piunsky.

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