En un artículo que publiqué hace exactamente once años, escribí: “Respiro tranquilo de saber que los académicos suecos no han cometido la locura de premiar a Bob Dylan”. Acabarían por hacerlo, y mal les resultó, pues no pudieron sacarse una foto con su ídolo de adolescencia porque el músico prefiere un Grammy. Dylan tiene letras de un buen letrista que son versos de un poeta regular.
El comité Nobel de Literatura nació oxidado en 1901 y chirría más que nunca en estos años en los que no se busca el juicio elevado sino la decisión correcta y bien alternada. En su primera década tuvieron diez oportunidades para premiar a Lev Tolstói y tal parece que les asustó tan grande monstruo literario. Desde entonces el Nobel ha tenido más tibieza que pasión.
Nadie espere severas o abundantes críticas contra los nobelistas, pues buena parte de la comunidad literaria guarda en su corazoncito la esperanza de un día ser el feliz agraciado. Como antiguos tapados ante el dedazo, nadie dice “sueño con el Nobel”, ni siquiera los que procuran pasear por Estocolmo cuando nada tienen que hacer ahí, ni los que envían sus libros dedicados a los académicos con sus respectivas reseñas elogiosas, ni los que se lanzan a escribir aplausos por la última decisión de la Academia.
Ahora que murió Javier Marías se habló de él como el eterno candidato. Las candidaturas pueden eternizarse sin que se llegue a feliz puerto. Sobre todo ahora, cuando los hombres blancos heterosexuales quedaron fuera del radar, máxime si no son políticamente correctos.
España tuvo un candidato que pensó ganar echando montón. A lo largo de 38 años, Ramón Menéndez Pidal tuvo 154 nominaciones, con más de quinientos firmantes, llegando en 1952 al extremo de ser nominado “por más de cien instituciones e individuos”. Lo más que se ganó fue una rabieta anual, hasta que murió el año que buenamente Kawabata recibió el premio.
La bitácora de los premios Nobel tiene la descortesía de mencionar que en 1945 el premio sería para Paul Valéry, pero su muerte ocurrida poco antes de fallarse el premio obligó a los suecos a tomar el plan B: Gabriela Mistral. Sobre el otro chileno, Pablo Neruda, se dice que ganó en 1971 para contentar a los comunistas malcontentos por el premio dado a Solzhenitsyn el año anterior.
La Mistral apoyaría una de las cinco flacas candidaturas que tuvo Alfonso Reyes, sin que a Reyes jamás lo secundara la Universidad de Nuevo León.
Por no dejar, me dio por leer al primero. Sully Prudhomme tiene versos melosos. “Insinuante como la miel” o “El crepúsculo mezclaba sus flores con amatistas” o “¡Canta el ruiseñor! Prestemos oídos”. Me bastaron tres versos de tres poemas. Hasta nunca, Sully. Paso a 1902.
AQ