En esta, la parte VI de la serie “La gran música”, nos asomaremos a los comienzos del periodo clásico... de la música clásica. Suena un tanto confuso, pero no hay motivo de alarma: básicamente se trata de un tecnicismo más bien de tipo formal, y nuestro asunto seguirá siendo maravilloso.
Hoy suele darse el nombre de clásicas a esas figuras de expresión musical surgidas por la época del “Setecientos”, que dejaron paulatinamente atrás las formas barrocas de polifonía, con su gran ornamentación y sus complejos y hasta recargados efectos contrapuntísticos. Se acerca una era en donde la libre expresión melódica será cada vez más importante, en busca de una bienvenida simplicidad. Los nuevos tiempos iban relegando las formas del barroco y adoptando el aspecto “galante” mencionado en la entrega anterior.
Otras características emergentes del “periodo clásico” son la creciente delimitación de las funciones de la orquesta de cámara, separándola por grupos de instrumentos afines, así como el surgimiento, hacia el año 1700, del “pianoforte”, inventado por el italiano Bartolomeo Cristofori, trabajando bajo la corte de los Médici en Florencia. A diferencia de los clavicordios que hasta ese momento fabricaba, el mecanismo de percusión sobre las cuerdas tensadas del nuevo artilugio permitía graduar la calidad y la intensidad del sonido según se oprimieran las teclas con mayor o menor velocidad y fuerza, abriendo así enormes posibilidades expresivas para acercarlo a esos ya citados “afectos humanos” de los tradicionales instrumentos de cuerda. Se entra en una nueva época.
Es usual pensar en Haydn como tal vez el principal exponente de este floreciente periodo musical, y entonces comenzaremos por allí.
Franz Joseph Haydn (1732-1809)
De origen campesino en una aldea de Austria cercana a la frontera con Hungría, de niño fue cantor de coro en una iglesia, y en su adolescencia en Viena sobrevivió a duras penas enseñando y haciendo música de tipo popular. Después, como la mayoría de los compositores de la época, estuvo a la orden de diversas familias de abolengo (en verdaderas prácticas de servidumbre, con reglamentos, horarios, disciplina y vestimenta estipulados en contratos), trabajando como músico en cortes y capillas. Luego, a sus 29 años llegó a ser director de la orquesta de unos príncipes de la poderosa familia de los Esterházy, en donde pasaría más de un cuarto de siglo, con algunas oportunidades de emprender, casi a escondidas, esporádicos viajes a la no muy lejana Viena. Los miembros de ese clan de enormes terratenientes del imperio austrohúngaro y aristócratas del Sacro Imperio Romano Germánico fueron vasallos del imperio de los Habsburgo e importantes figuras en la defensa contra el Imperio Otomano; finalmente desaparecieron debido a la posterior abolición de los sistemas feudales en el siglo XIX.
Así pues, en 1768, su protector-empleador, Nicola Esterházy, se mandó construir una enorme mansión al estilo Versalles, de más de mil habitaciones en un campo rodeado de pantanos, llamada “Esterháza”, dotada de un teatro y de una sala de ópera para acoger una orquesta aumentada a 25 ejecutantes (luego 35) en lugar de los anteriores 14, y con prestigiados instrumentistas contratados como solistas. Allí Haydn fungiría como Kapellmeister, comenzando a trabajar en “sonatas para orquesta”, en adelante conocidas como sinfonías. Durante años, obligado por sus esclavizantes deberes contractuales, debió conducir o componer dos conciertos y dos óperas a la semana, dedicando muchas horas del día, todos los días. A la muerte del príncipe Nicola en 1790, liberado ya de su muy restrictivo compromiso de décadas, pudo realizar dos giras de trabajo de año y medio a Londres, contratado al fin por un empresario inglés que llevaba tiempo persiguiéndolo, pues era ya un compositor reconocido.
Debemos tener en cuenta que en aquellos años (siglos, más bien), la única forma de conocer las obras musicales era mediante la difusión de las partituras originales escritas a mano por los compositores, utilizando pluma y tinta sobre papel pautado, en el día o a la luz de velas. Ese papel, a su vez, había sido producido por medios artesanales y luego se le añadían las líneas dibujadas a mano con una regla, o empleando un rastrillo pautador ajustable con varias plumas o punzones montados en paralelo. Para producciones más grandes se usaban planchas de cobre grabadas con las líneas del pentagrama. Las cosas no eran fáciles.
El autor o sus editores contrataban copistas profesionales para transcribir a mano las partituras, que luego se imprimían con tipografía de caracteres metálicos o grabados en cobre. (Aunque es otro tema, desde la antigüedad, la tipografía ha sido un amoroso y refinadísimo arte manual gracias al cual existe la cultura humana.) Finalmente, esas hojas terminadas se distribuían, vendían y hasta traficaban por distintos medios para su posterior interpretación en vivo. Incluso con esos precarios medios, la fama de las grandes figuras musicales llegaba a traspasar fronteras.
Por su parte, Inglaterra seguía en búsqueda de ese pasado glorioso alguna vez representado por su gran figura barroca, Henry Purcell, fallecido en 1695 a los 36 años de edad, lo que los había llevado a “importar” a Haendel tan solo tres décadas después. Tal vez también por esas razones, en 1791 la Universidad de Oxford le otorgó a Haydn un doctorado honoris causa en música y el país lo acogió con todos los honores.
Hace ya muchos años conocí a Haydn (bueno, es un decir) por sus sinfonías, de las que se considera como uno de los fundadores, pues a él en parte se debe la estructura de la moderna orquesta, en donde los diversos instrumentos se agrupan en filas estables según su naturaleza, dejando atrás la anterior usanza de asignar cambiantes cantidades de instrumentos según las secciones o voces de las piezas a interpretar.
Gracias a su genio y a las facilidades a su disposición, Haydn convirtió la anterior “forma-sonata”, con dos temas contrastantes, en el modelo a seguir para la estructura de las composiciones futuras. De allí en adelante, la norma aceptada es que las sonatas y los conciertos tienen tres movimientos, y cuatro los cuartetos y las sinfonías, y fue así “en vistas a los espléndidos resultados alcanzados por Haydn”, según se narra en el volumen 2 de la ya empleada enciclopedia italiana La gran música (que le dedica 23 páginas). Por su enorme importancia, en el segundo volumen de la Enciclopedia Salvat de los Grandes Compositores se encuentran 35 páginas sobre su vida y obra. Como antes, igual nos servirán de referencia el formidable Grove Dictionary of Music and Musicians (con 60 páginas del volumen 4 asignadas a nuestro compositor), y la muy amena Vintage Guide to Classical Music de Jan Swafford.
Asimismo, a Haydn se debe la práctica de escribir las diversas partes orquestales por separado, así como la elección de su tonalidad como identificador de las sinfonías. Antes de entrar a revisar su producción, basta decir que compuso al menos 104 de ellas, la mayoría conformada por cuatro movimientos contrastados y diferenciados, como parte de una misma estructura reconocible. Hablamos de todo un portento de creación y de una definición aún vigente y en desarrollo sostenido por 250 años, durante los cuales prácticamente todos los compositores la han adoptado de manera preponderante. ¿Se requerirá más justificación para el apelativo de “clásico”?
Algo similar sucedió con los cuartetos para cuerdas, cuya estructura y paridad solista entre los cuatro instrumentos fue adoptada por sus sucesores inmediatos: nada menos que su joven amigo Mozart, y posteriormente Beethoven. Al regreso de su primer viaje a Londres, en 1792 Haydn acogió en Viena durante unos meses a Beethoven —de carácter altanero, según diría— como un alumno de 21 años de edad. Esos cánones para la composición siguen siendo respetados hasta el día de hoy, lo cual nuevamente indica la relevancia de Haydn para la música clásica.
Hablando de su amigo —a quien pronto nos dedicaremos—, Haydn expresó en una carta lo siguiente: “Durante algún tiempo he estado prácticamente ausente después de conocer la noticia de la muerte de Mozart. No podía comprender cómo la Providencia tuvo que acordarse tan pronto de un hombre tan indispensable. Lamento que antes de su muerte yo no lograra convencer a los ingleses (que a pesar de mis sermones diarios andan en la más completa oscuridad) de su grandeza”. Años antes le había escrito al padre de Wolfgang lo siguiente: “Declaro que considero a su hijo como el más grande compositor que he escuchado”.
No obstante ser feliz y admirado en Inglaterra, en donde compuso una buena cantidad de obras (entre ellas las definitivas “Sinfonías de Londres”, Nos. 93 a 104), en 1795 decidió volver a una vida más sosegada en Viena, lejos del “ruido infernal” de Londres, y allí estuvo el resto de sus días, aunque no reposando, pues produjo misas, cuartetos, tres grandes oratorios y múltiples obras más. Pero, aunque el genio no disminuía, la edad no lo perdonaba: “Las ideas musicales me persiguen, lo cual resulta una verdadera tortura. Me es totalmente imposible deshacerme de ellas ... En realidad, soy un teclado viviente... A menudo vienen a mi mente ideas que podrían transportar mi arte mucho más lejos, pero mis fuerzas físicas no me permiten llevarlas a término...”.
En sus últimos años recibió toda clase de reconocimientos (desde París, Ámsterdam, Estocolmo, San Petersburgo), y visitas de otros compositores (Von Weber, Hummel, y la viuda e hijos de Mozart). En su última aparición en público, bajo la dirección de Antonio Salieri se presentó su oratorio La Creación con la ovación acostumbrada. Beethoven estuvo presente y “fue a besar las manos de su antiguo maestro”.
Aunque Haydn no es propiamente “el padre” de la sinfonía —ni tampoco de ningún hijo, aunque sí tuvo un desastroso matrimonio—, se le suele apreciar como el más importante de los iniciadores del género, abriendo la puerta a lo que en adelante se consideraría algo cercano a una obligación de todos los compositores, pues solo algunos no han incursionado en la producción sinfónica. Mi inocente apreciación personal me hace pensar en la sinfonía como la marca por excelencia de la música clásica y la expresión completa de las ideas musicales, independientemente de afortunadas (o no) melodías separadas de un todo integral. Al día de hoy, la sinfonía sigue siendo el distintivo de un maestro, y a mi juicio representa para la música lo que la novela es para la literatura.
Y vaya que en la enorme producción sinfónica a partir de Haydn podemos encontrar de todo: composiciones monotemáticas, combinaciones entre diversos tiempos y pasajes; ideas musicales innovadoras, atrevidas o básicamente contemplativas; no hay reglas más allá de las mostradas por siglos de creación e inventiva, y se visualizan a modo de una pista de patinaje a veces envuelta entre brumas, destellos o arcoíris, en forma de un campo en donde uno puede internarse a voluntad para solazarse, soñar o despegar.
Sobre las sinfonías hay tomos completos, llenos de descripciones técnicas, estructuras musicales y referencias a autores, modos y épocas diversas, pero me conformaré con mencionar tan solo algunas pocas de Haydn que recuerdo con especial emoción, y desde una perspectiva resignadamente simple. Como casi todas rebasan los 20 minutos de duración —y sigo considerando que escuchar únicamente “los fragmentos más bellos” es una traición a la memoria y legado de quienes construyeron estas grandes obras— solo me queda pedir al amable lector su anuencia para dedicar un “tiempo de calidad” a (re)conocer las maravillas de muchas de ellas.
A modo de ejemplo menciono la sinfonía #22, “El filósofo”, o su espléndida y señorial última sinfonía, #104, “Londres”. También la divertida sinfonía #45, “Los adioses”, así titulada porque la compuso con el propósito expreso de dejar ir en forma progresiva a los miembros de la orquesta (¡incluido el director!), que poco antes del minuto 23 (dura menos de 27) calladamente dejan sus instrumentos y abandonan la escena como mensaje al príncipe Esterházy, que no se decidía a conceder vacaciones a sus músicos.
O bien la segunda de las seis “Sinfonías de París” (pues le fueron comisionadas por una orquesta residente en esa ciudad), la #86, luego nombrada “La gallina” debido a una especie de cacareo durante el movimiento inicial. Igualmente, la sinfonía #94 tiene el sobrenombre de “La sorpresa”, por razones que invito a encontrar. En fin, son un centenar, y resulta casi imposible conocerlas o apreciarlas todas: razón suficiente para ponerse a explorarlas con incansable ánimo de aventura y descubrimiento. El espíritu lo agradecerá.
Pero hay mucho más porque, como dijimos, nuestro compositor igualmente dejó una huella definitiva en la música de cámara, fundando los ya mencionados cuartetos para cuerdas “sobre el diálogo libre de cuatro instrumentos independientes, pero al mismo tiempo solidarios e íntimamente relacionados”, según indica la Enciclopedia Salvat. Hadyn tiene 77 cuartetos diferentes, muchos de ellos de una enorme belleza, como el opus 76, #3, “Emperador”, de 20 minutos de duración. Ese hermoso tema inicial también lo utilizaría en el trío “Londres”, #1, de 9 minutos, otro de los más de 40 tríos de su extensa producción con los cuales se establecería como uno de los principales innovadores en la historia de la gran música.
Por si fuera poco, además se lo considera uno de los iniciadores de las sonatas para piano, que pronto adquirirían una enorme importancia en la obra de los compositores por venir, pues de hecho las primeras sonatas de Beethoven se le parecen bastante según mi limitada apreciación. Haydn compuso cerca de 60 de estas “fundantes” obras para piano solo.
Esta es la sonata Hob #8, de tan solo cinco minutos de duración. (Lo de “Hob” se refiere al apellido del musicólogo holandés Anthony van Hoboken, que en 1957 catalogó toda la enorme obra de Haydn: más de 750 piezas.)
Para no extenderme más en la fundamental figura del iniciador del clasicismo, prefiero terminar con esta cita del Vintage Guide: “Las delicias de Haydn en sus mejores momentos son los giros sorprendentes, el deleite de alguien que creíamos predecible y de repente se vuelve jubiloso, dejando de ser reservado para convertirse en ganador o apasionado. Con Haydn se debe escuchar: escuchar cómo el humilde tema florece en variaciones exuberantes, escuchar para detectar los falsos resúmenes, falsos finales y otras bromas; escuchar en lo esperado para llegar al placer de lo inesperado”.
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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