Hace unos pocos años, Henry David Thoreau era recordado como el autor de Walden, una obra ambiciosa en varios sentidos: literario, filosófico, político. Hoy, su obra más reconocida es un ensayo breve y lleno de una subversión insólita: la Desobediencia civil. Y, frente al prestigio de estas dos obras, extraña el desconocimiento de sus demás escritos: 39 volúmenes de sus diarios, poemas, ensayos… todos emprendidos con una vitalidad de atleta y con un estilo muy peculiar, a la vez claro y difícil. Si bien es un maestro de la transparencia, también es uno de esos pensadores que hilan mientras escriben y el talento les da para seguir de frente en vez de andarse corrigiendo sus cuartillas perfectas. Lo mismo es genial que prolijo, se contradice, se reinventa y, sobre todo, se busca y persigue a sí mismo. Nos deja esta extraña idea de que corre al bosque a perseguir su interioridad, que se le ha ido a inervarlo todo en la naturaleza.
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Es una disposición de ánimo que comparte con los otros grandes de su siglo y tierra: ese descomunal yo que oscila entre la autarquía radical y el panteísmo. Con Emerson, su amigo y benefactor, la certeza de que “nada tiene autoridad sobre uno mismo... la verdad es interior a cada alma”; con Walt Whitman, “Yo mismo me celebro y a mí mismo me canto; /Y mis pretensiones serán las tuyas, /Pues que cada átomo mío también te pertenece”. Como Herman Melville, que escapó a buscarse a sí mismo a las islas del Pacífico Sur (Taipi), Thoreau fue al frío de Concord a construirse a sí mismo: “me fui al bosque porque quería vivir deliberadamente” –en inglés, deliberately: un adverbio que al traducirse tal cual pierde toda la carga intencional. La forma deliberada de Thoreau implica todo: él construyó su casa, su cama y los pocos muebles con la madera de los árboles del bosque de Walden Pond, en unas tierras cuyo propietario era Ralph Waldo Emerson. Como su cabaña quiso su escritura y su vida entera, así, con esas manos que no dejaban de ser suyas a la vez que de la naturaleza.
Lo herían de gravedad las enajenaciones. Amaba sus herramientas y la inteligencia y trabajo de las máquinas, pero rabiaba porque “el hombre se ha vuelto instrumento de sus instrumentos”. Despreciaba a la persona capaz de deponer su genésico yo para servir en calidad de utensilio, que equivale a una traición no sólo a uno mismo sino al propósito entero de la creación y la naturaleza. Vivió acosado por la ambición de lo indecible: sí a las máquinas, no a la dependencia de ellas; sí al gobierno, siempre que sea un buen gobierno y, en estricta lógica: el mejor gobierno es el que gobierna menos y, por tanto, un gobierno óptimo es el que no gobierna nunca. No es una contradicción, si suponemos una sociedad armónica, educada y libre, con esa altísima y utópica esperanza de que las sociedades se conformaran de adultos racionales y libres. Pero esa descripción básica y mínima de los filósofos es un sueño irrealizado. Y Thoreau vivió asaltado por la aguda neurosis de que nada, nadie, está a la altura de su ser. Ni siquiera él mismo, en su autosuficiente soledad. Como dijo Alfred Kazin: “tuvo que escribir su vida para convencerse a sí mismo de que había vivido”.
Nada peor que la articulación de los dos mecanismos que avasallan al sujeto: gobierno y esclavitud. Con toda su insensata sensatez, Thoreau odió admirablemente las disposiciones del presidente James K. Polk, un demagogo que arreció las leyes esclavistas e invadió México con argucias y calumnias. No quiso convertirse en un subversivo violento porque habría significado empeñar su ser y esfuerzos en otra forma de la servidumbre. Pero construyó la mejor herramienta imaginable para deshilvanar el poder: dejarlo hablando solo; darse la vuelta y no hacerle caso. Desobedecer. Dejó de pagar sus impuestos y fue a dar a la cárcel: “bajo un gobierno que encarcela injustificadamente, el verdadero lugar para el hombre justo es también la prisión”.
Thoreau murió a los 45 años, en 1862. Ni sombra de noticia tuvo de su creciente influencia de aquel breve ensayo sobre la Desobediencia civil, donde abrevaron Yeats y Tolstoi, pero sobre todo Mahatma Gandhi y Martin Luther King. Y sólo hay un secreto en toda desobediencia civil: hacerse responsable de los propios actos. Ni Antígona, ni Sócrates; como tampoco Gandhi o King pretendieron nunca ser inocentes; todos tuvieron claro que violaban la norma de un gobierno injusto.
AQ