Lo que la magnífica Natalia Ginzburg llegó a escribir sobre Amarcord (1973) de Federico Fellini viene como anillo al dedo para comenzar a hablar de la obra de Hirokazu Kore-eda (1962): “Mientras miramos, todo parece ofrecérsenos como un regalo. No tenemos la sensación de ver una película sino de observar la existencia de la naturaleza”.
Desde sus inicios el cineasta japonés, que originalmente se inclinaba por la carrera de novelista al cabo de graduarse en Letras en la Universidad de Waseda, dejó bien sentadas las bases del universo narrativo que le interesaría desarrollar y que se nos ofrece, sí, como un regalo e incluso un tesoro en medio del tsunami de banalidad que define la era del streaming indiscriminado. Maborosi (1995), su debut en la ficción fílmica luego de una serie de ocho documentales, es una indagación cautivadora y lacerante en los mecanismos de la ausencia y constituye el primer triunfo de la asombrosa sensibilidad artística de Kore-eda.
Marcada de por vida por una inexplicable pérdida doble, la desaparición de su abuela en la infancia y el aparente suicidio de su primer marido en la juventud, Yumiko (la estupenda Makiko Esumi) es la doliente sigilosa por excelencia; a Kore-eda, sin embargo, no le preocupa resolver ninguno de los dos enigmas sino mostrar sus efectos silenciosamente devastadores en la protagonista de Maborosi. Doble es asimismo la viudez retratada en la cinta: la de Yumiko y la de Tamio (Takashi Naitô), un hombre oriundo de un pueblo pesquero; estas dos almas solitarias contraen matrimonio en segundas nupcias para proponer la reconfiguración del núcleo familiar que el director ha establecido como uno de sus temas principales.
El desplazamiento de Yumiko del centro urbano que la vio nacer (Osaka) a la pequeña comunidad de donde es originario su nuevo esposo permite reflejar la alienación que conlleva el desarraigo, y a la vez dar voz a una naturaleza que se registra en su diverso esplendor estacional. La búsqueda infructuosa de un ser ausente me remite a Manazuru (2006), una de las novelas esenciales de Hiromi Kawakami, publicada una década después de Maborosi, aunque en la película de Kore-eda se hace presente otro de sus temas a través de los hijos de Yumiko y Tamio, que se convierten en hermanastros: la infancia y sus ceremonias consumadas en un ámbito de libertad ilimitada (“Los niños son proyecciones de mí mismo”, ha confesado el cineasta en relación con Nobody Knows [2004], su cuarto largometraje).
Pródiga en hallazgos visuales, Maborosi cuenta con una de las secuencias más hermosamente devastadoras del cine actual: una procesión fúnebre bajo un cielo encapotado del que empieza a caer nieve y la posterior cremación del cadáver a orillas del mar evocan a Andréi Tarkovski y ratifican la maestría de Kore-eda. Yumiko sigue la procesión, hechizada por una campanilla similar a la que robó para colgar en la bicicleta de su primer marido en sus años mozos como si en realidad siguiera al fantasma de este, y queda a solas frente a la pira funeraria hasta que Tamio acude a recogerla: el regreso de ambos a tierra firme, con sus siluetas recortadas contra el anochecer tempestuoso, es una estampa imborrable que expone la fragilidad del ser humano ante el mundo que lo contiene. Cuando Yumiko pide entre lágrimas desesperadas una explicación por el suicidio de su primer marido, Tamio le responde contándole de la luz que su anciano padre decía ver cuando se adentraba en altamar para su labor de pesca sin saber si volvería a casa. Esa luz, por supuesto, es la llama de la esperanza que titila entre las tinieblas pero también el fuego que Kore-eda ha encendido para iluminar su invaluable camino estético.
Un solo día de verano basta para que el director despliegue un abanico que incluye los distintos matices del duelo y la pérdida. Still Walking (2008), su sexto largometraje, es una lección tan bella como melancólica sobre las corrientes subterráneas desatadas por la muerte de un ser querido cuyo espectro —según se manifiesta en Maborosi— resulta imposible de erradicar. Entre el zumbido tenaz de las cigarras, la reunión familiar que conforma el corazón de Still Walking muestra la manera en que el pasado se inmiscuye en el presente como una filtración incontenible y exhibe la sabiduría fílmica de Kore-eda, que se apoya siempre en la información dosificada con cierto ánimo nabokoviano. Quizá el mayor mérito de Still Walking radica en la naturalidad y la serenidad con que se aborda la permanencia de los muertos entre los vivos; el fantasma del hijo/hermano fallecido en aras de un sacrificio en apariencia inútil recorre toda la historia con enorme sutileza aunque también con intenso dolor: “No hay nada más desolador que rezar en la tumba de tu hijo”, llega a afirmar la matriarca que pone en práctica sus saberes culinarios en el seno familiar como si se tratara de una magia ancestral.
Como ocurre en Rhapsody in August (1991), la obra maestra de Akira Kurosawa que se vuelve una referencia ineludible, Still Walking reúne a tres generaciones —en este caso abuelos, padres e hijos— para explorar la ausencia legada por la tragedia. El detonador de Kore-eda, no obstante, no es la bomba atómica que destruyó Nagasaki el 9 de agosto de 1945 sino una explosión más soterrada pero no por ello menos desgarradora: la salvación de un niño a punto de ahogarse en el mar. La sensibilidad de Kore-eda permite estar en sintonía con los milagros cotidianos, que en Still Walking se resumen en la mariposa amarilla que representa el alma y la posibilidad de reencarnación y que por ende sirve de remplazo de la campanilla de bicicleta de Maborosi. La delicadeza con que el cineasta va captando los afectos sigilosos de sus personajes es, hay que decirlo, igualmente milagrosa.
Paternidad, soledad y vejez: estos son los vértices del entrañable triángulo narrativo que Kore-eda estructura en After the Storm (2016), su undécimo largometraje. Con su inimitable mirada llena de empatía, el japonés enfoca las expectativas frustradas en la vida del ser común y corriente. La reconfiguración del núcleo familiar a partir de una fisura drástica en la constitución de dicho núcleo es, ya se indicó, un tema esencial en la filmografía de Kore-eda, y en After the Storm esa fisura es la disolución del matrimonio que desata una trama cuya profundidad se oculta tras una engañosa sencillez. La pericia del director para registrar los grandes sismos en el espíritu humano a través de detalles minúsculos queda patente de nuevo en esta cinta, y su vehículo es el tifón que se acerca al microcosmos familiar fracturado y que posibilitará la (re)construcción de una calma existencial posterior. Es justo la secuencia del tifón la que toca una fibra personal muy honda, ya que pocas veces he visto tan bien plasmada la mezcla de amor y protección que brinda la esfera familiar pese a que se haya roto por factores que muchas veces escapan al control de sus miembros.
“Si nos cuesta trabajo entender a la familia, imagina lo que nos pasa con un extraño.” Esta bala certera la dispara el juez Akihisa Shigemori (Isao Hashizume) a su hijo, el abogado defensor Tomoaki Shigemori (Masaharu Fukuyama), uno de los protagonistas de The Third Murder (2017), el duodécimo largometraje de Kore-eda y su primera y muy afortunada incursión en el terreno del thriller legal y policial, que se nos ofrece como un rompecabezas armado con elegancia en el que además de una innegable aptitud para el suspenso destaca la preocupación por la falibilidad del sistema judicial y la fragilidad del vínculo padre-hija. El entendimiento al que alude el anciano magistrado es el que finalmente se suscitará entre el abogado defensor y su cliente, Takashi Misumi (el infalible Kōji Yakusho, a quien Wim Wenders recluta en la soberbia Perfect Days [2023]), un hombre que ha purgado pena en prisión por el homicidio de dos usureros cometido treinta años atrás en su pueblo natal de Hokkaido y que ahora es acusado por el asesinato y la mutilación de su patrón, el propietario de una fábrica de alimentos en la ciudad de Kawasaki. Es precisamente Misumi quien, al encarnar una nueva modalidad del narrador no fiable con sus testimonios contradictorios, echa a andar un complejo dispositivo que pone en tela de juicio las nociones de justicia y verdad. Con una calidad moral que no es común hallar en el género al que pertenece, The Third Murder retrata el abuso sexual de menores mediante un triángulo de relaciones paternofiliales —el triángulo es una forma muy favorecida por Kore-eda— que se resuelve con habilidad ejemplar; en este caso el recurso del narrador no fiable apuntala esa calidad, involucrando el sacrificio e invirtiendo así el valor adverso que suele recaer en tal figura. La identificación no solo psicológica sino espiritual que se instituye entre abogado y asesino es quizá el punto más alto de The Third Murder, y es palpable en los momentos de increíble calidez que ambos comparten. La introducción del elemento onírico, inusual en Kore-eda, granjea el acceso a la vida del asesino a través de los sueños del abogado, que se vuelve no solo testigo sino partícipe de la misma; es una vida marcada por el distanciamiento filial y por una curiosa ternura que cristaliza en los canarios que Misumi cuida en su pequeña casa y que, a la par de evocar la mariposa amarilla de Still Walking, representan la posibilidad de liberación de un entorno asfixiante como el que habita Sakie (la excepcional Suzu Hirose), la hija adolescente del hombre asesinado a quien abogado y homicida adoptan de modo simbólico.
La fineza patentada por Kore-eda en el manejo de sus temas, con frecuencia duros y sombríos, asoma con un fulgor especial en The Third Murder: entre el salvajismo y la sordidez de la trama se localizan destellos de honda belleza humana. Tres padres, tres hijas, tres crímenes: el director triangula con destreza su historia de conexión entre extraños y para cerrarla coloca al abogado en una encrucijada de calles que funge como alegoría de las disyuntivas éticas que hubo y seguramente habrá de encarar.
En una época en que el humanismo ha sido relegado a un rincón en tinieblas, el cine de Kore-eda deviene así pues una de las luces o fuegos indispensables para recobrar dicha tradición.
En Shoplifters (2018), su decimotercer largometraje, el japonés hace un replanteamiento enérgico y fundamental del núcleo familiar. El escenario creado en este filme, uno de los más agudos del panorama contemporáneo, implica un cuestionamiento moral: ¿por qué la familia debe ser por fuerza la biológica y no la elegida de acuerdo con el amor y la generosidad que transmite a sus miembros? Observador minucioso y sagaz de la marginalidad, de la vida que se vive de espaldas a los convencionalismos sociales, Kore-eda contempla a sus criaturas con una comprensión que no requiere de lo melodramático para estremecer. Shoplifters es una obra maestra de la contención y se adelanta a la multipremiada Parasite (2019) del coreano Bong Joon-ho en la disección del supuesto parasitismo de las clases bajas que en realidad, como bien sabemos, proviene de los estratos privilegiados. Con un sentido arrebatador del conflicto que supone ser humano en nuestros tiempos surcados por convulsiones de toda índole, Kore-eda capta en Shoplifters el desamparo y el abuso infantil sin desbarrancarse en excesos, y convierte este tema en una ocasión insuperable para alumbrar la bondad que anida en sitios insospechados.
La primera y hasta ahora única incursión de Kore-eda en el cine occidental es deleite puro, una espléndida puesta en abismo que cumple una doble función: exponer el arte fílmico desde dentro del propio arte fílmico y estudiar el nexo madre-hija. Con su inconfundible mirada empática, el director se aplica a fondo en La vérité (2019), su decimocuarto largometraje, para sacar el mayor jugo posible de una oportunidad única: trabajar con dos leyendas vivientes como Catherine Deneuve y Juliette Binoche. La química que ambas generan es por sí sola prueba suficiente del hechizo cinematográfico: dos actrices en dominio absoluto de su poderío histriónico. Kore-eda evita caer en la trampa del encandilamiento con el melodrama francés y opta por la contención que caracteriza su filmografía producida en Japón y que se muestra con brío prodigioso en Shoplifters. Las verdades a medias y los vericuetos de la memoria son tratados con una naturalidad que se desprende de la inmensa belleza de lo cotidiano; la dinámica entre madre (Deneuve) e hija (Binoche), cordial en la superficie, no tarda en dejar que broten los rencores y las tristezas acumulados merced a la distancia geográfica y temporal. Sin embargo, La vérité no se solaza en la oscuridad de la amargura y apunta hacia la luminosidad de la reconciliación.
Con Broker (2022), su decimoquinto largometraje, Kore-eda persiste en la exploración que llevó a una cima de excelencia en Shoplifters: el replanteamiento de los roles familiares en un microcosmos de descastados sociales. Sus antihéroes bien cincelados revelan el potencial del heroísmo ordinario, apartado por completo de las gestas grandilocuentes. Abandono y orfandad, maternidad rechazada aunque a la vez anhelada, paternidad que busca la mejor ruta para florecer en un mundo indiferente: con la fineza que es el sello de Kore-eda, Broker se interna en estos asuntos a través de seres que se vuelven maravillosamemente cercanos. Hay pocos observadores fílmicos de la naturaleza femenina tan inteligentes como el japonés: las mujeres que luchan por encontrarse a sí mismas por los caminos sinuosos de Broker, una road movie con todas las de la ley, irradian un coraje resplandeciente que contrasta con las sombras con que les ha tocado (sobre)vivir. Pocos son también los cineastas que gustan de captar a sus personajes de espaldas, de tal suerte que el espectador pueda compartir la visión del mundo que ellos enfrentan; esta complicidad fincada por Kore-eda propicia una identificación más plena con su material narrativo. La solidaridad no es un valor que se refleje demasiado en el cine actual: el japonés lo asume, y por ello ha hecho del espíritu solidario una parte sustancial del tejido humano con que trabaja. Pese a abordar el homicidio y la trata de personas, Broker es un canto melodioso a la fraternidad, y la secuencia a bordo de la rueda de la fortuna contiene una de las declaraciones de amor más exquisitas del cine contemporáneo. Solo una afectividad tan depurada como la de Kore-eda es capaz de sintetizar todo el cariño entre un hombre y una mujer con apenas un puñado de gestos que se consuman al anochecer como en el clímax de Marabosi.
Bullying, despertar sexual y duelo: con estos ingredientes Kore-eda cocina una de sus obras más admirables, enigmáticas y sofisticadas. Monster (2023), su decimosexto largometraje, retoma el Efecto Rashōmon concebido en la literatura por Ryūnosuke Akutagawa y en el cine por Akira Kurosawa para contar una misma historia desde distintos puntos de vista: tres, para enfatizar la triangulación tan cara a Kore-eda. Como ya se señaló, el japonés es un narrador extremadamente avezado —no en balde se perfilaba para ser novelista— que sabe dosificar la información para en este caso armar poco a poco un portentoso relato poliédrico. En Monster la esfera adulta se va desplazando a un segundo plano para que el orbe preadolescente pueda aflorar en todo su misterioso esplendor. A medida que se desenreda la madeja argumental queda cada vez más clara la intención del director: generar empatía con la chispa homosexual que se enciende en una sociedad cerrada y por ende asfixiante como la que ha atrapado a la joven de The Third Murder, lo que redunda en una película tan hermosa como finalmente liberadora en la que la perspectiva de lo monstruoso cambia de foco sin cesar, jugando de manera fascinante con las expectativas del espectador hasta llegar al golpe de genio con que se resuelve la trama. Monster no es solo una cinta de suma importancia a nivel ético y estético, sino la evidencia más reciente de cuán necesaria resulta la luz humanista emitida por el cine de Hirokazu Kore-eda en una era sofocada por un opaco bullicio visual.
AQ