Aunque mucho he adelantado en el dominio del pincel, los colores y las líneas, estoy insatisfecho con mi labor, pero sé que a los 80 años habré llegado a la maestría, sé que a los 90 conoceré el significado de lo que vive y nos rodea por todas partes, y sé que a los 110 años habrá en cada una de mis pinceladas el latido de la vida.
Yo, Hokusai, a quien llaman El Viejo Loco por el Dibujo.
Hokusai, en L’Art et la Poésie du Japon, de Albert Préjean.
(Versión de José de la Colina).
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Katsushika Hokusai nació en Edo (hoy Tokio) de padres desconocidos. Adoptado por un aldeano y aceptado en el taller de un fabricante de espejos para el shogún local, luego por un gran maestro del grabado, desde niño acostumbraba ir, con un botellín de tinta, con papel y pinceles, a contemplar y fijar cada cambiante matiz de la luz en el bosque, cada ondulación de la sombra de las nubes sobre la nieve cimera del Fuji, cada cambiante perfil, cada vaivén y cada variación en el ritmo del oleaje en la playa cercana a ese monte conocido como emblema del Japón. La chamacada del barrio, irritada por tal niño incorrecto que prefería el “trabajo” al juego, lo apodaba el Niño Tonto por el Dibujo. Él se sotorreía quizá previendo que al final de su vida, cuando se viera tal como luego se autorretrataría en un grabado: como un viejo flaco, encorvado y calvo, apoyado en un bastón, se propondría en un texto como un veterano buscador y fijador de todas las variantes de la vida. Y asumiendo su empresa loca se autonombró Hokusai, el Viejo Loco por el Dibujo o la Pintura.
En ese autorretrato escrito se prometía que a su más avanzada edad lograría un latido de vida en cada una de sus pinceladas. A su muerte a los 89 había hecho un incalculable número de retratos, de autorretratos, de paisajes soleados o afantasmados en la niebla o cruzados por la lluvia y la nevisca, de hombres atareados en la pesca y la labranza, de serenos o tormentosos oleajes del mar y de los cursos de los ríos, de actos eróticos entre seres humanos o entre éstos y las bestias (¿cómo olvidar la estampa de la dama a la que un enorme pulpo le hace el homenaje del cunnilingus?). Quería fijar con su arte todo cuanto le ofrecía el múltiple y fluctuante mundo visible.
Entre 1823 y 1829 produjo una de sus mayores obras maestras: una estampa (perteneciente a la serie de xilografías Treinta y seis vistas del Monte Fuji) en la que una gigantesca ola, erizada de espumas como de uñas, se alza y se curva imitando la garra predadora de algún monstruo marino, y amagando con devorar las barcas y los pescadores, mientras en el horizonte se yergue altivo y sereno el cono nevado del monte emblemático. Así había eternizado, no una ola, sino la Ola.
Con su vasta y varia obra pictórica y su breve párrafo autobiográfico Hokusai se adelantaba en más de un siglo al muy famoso texto de Jorge Luis Borges: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
ÁSS