La primera parte de la magnífica novela La comemadre, de Roque Larraquy, gira en torno de las peripecias de un grupo de médicos para reclutar a enfermos terminales como conejillos del experimento del siglo. Estamos en 1907 y el personal del sanatorio de Temperley, en la periferia de Buenos Aires, decapita a los donadores con propósitos científicos: si la cabeza, mejor dicho, el cerebro, se mantiene vivo durante nueve segundos después de la emasculación, hay que registrar las visiones o experiencias de esa cabeza, mejor dicho, cerebro, mediante un cuestionario que responderá en su último estado de conciencia.
El dietario lo expone el doctor Quintana, personaje que conjuga al héroe romántico y el bribón calculador, pues lo mismo ama con tímida cursilería a Menéndez, la jefa de enfermeras, que concibe el oscuro método para deshacerse de tanto descabezado que la docta guillotina acumula en el entresuelo porque, claro, hay un escollo que dificulta el éxito de la prueba, y éste es el (la) donador (a): si no tiene un buen nivel de evolución y prevalece su parte simio, no hay manera de confiar en que durante sus postreros nueve segundos la cabeza transmita algo razonable, y así, el relato de Larraquy se vuelve una espiral perfecta hacia el delirio que recuerda un poco la dispersión monomaniaca de Simón Bacamarte, ese médico que en El alienista, de Machado de Assis, intenta erradicar la locura en la villa de Itaguaí pero termina hospitalizando a todo el pueblo, incluyéndose a sí mismo. Mas el asunto de este texto no es relatar la estupenda primera parte del libro de Larraquy sino suponer la desventaja de descifrar los últimos pensamientos, espasmos o emociones de los moribundos (en su ensayo El erotismo, Georges Bataille intentó desentrañar el grado de placer de un mutilado a partir de la imagen que Carpeaux captó del suplicio chino, inmolación que también es el eje narrativo de Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo. Por cierto, hay un paralelismo entre la novela de Elizondo y la de Larraquy: los personajes de ambos son médicos, indagan al cuerpo y sus arcanos y aman a una enfermera, pero, en fin, eso es accesorio).
Y es que haciendo a un lado los argumentos a favor o en contra de tales astucias médicas, si un experimento como el de La comemadre obtuviera resultados fiables, al esclarecer los mecanismos de la muerte estaríamos ante múltiples posibilidades estéticas (Bataille, Elizondo), sí, pero también frente a grises conclusiones que al diluir la oposición entre ciencia y religión se tornarían determinaciones existenciales (Larraquy). De conseguir una certeza sobre el misterio del tránsito mortal (y su destino verdadero), los dilemas ontológicos carecerían de fundamento; la literatura, el arte y la filosofía perderían sentido por más que los contrastes de la vida nos hagan concebir monstruos o prodigios: la comemadre, fabula Roque Larraquy, es una planta de hojas aciculares originaria de Tierra del Fuego, cuya savia produce microscópicas larvas animales que la consumen desde adentro. Tras resecarla se dispersan y fecundan la tierra para reanudar el proceso. Quintana inyecta larvas de comemadre en los cuerpos sin cabeza para vaciar el entresuelo antes de la decapitación en serie, y en ese acto es imposible no relacionar a esa fabulosa planta que germina de dos reinos, animal y vegetal, con la especie planetaria que teme la extinción y para sobrevivir medita, incansable, sobre el proceso en que abandonará la vida para llegar a no sé sabe dónde, mediante invisibles larvas que lo destruyen y reconstituyen con la materia ambigua de su caníbal pensamiento.