El último texto que Janet Malcolm (1934-2021) publicó en The New Yorker fue una crítica feroz sobre la biografía de Susan Sontag escrita por Bejamin Moser. En él, la mujer que calificó a la actividad periodística como “moralmente indefendible” señaló que simplemente había leído un “retrato sombrío” basado “en gran medida en los diarios de Sontag (editados y publicados por su hijo, David Rieff)”, cuyo autor se muestra “desilusionado, exasperado y hasta rabioso, a veces compasivo y antipático”, con su biografiada y que, por si fuera poco, “pretende erigirse como un adversario intelectual de su personaje”.
Tal escrutinio puede parecer demasiado severo, pero si alguien sabía de biografías era ella, quien a lo largo de su trayectoria profesional había radiografiado con las vidas de personajes de alcance mundial como Sylvia Plath, Sigmund Freud, Gertrude Stein o Antón Chéjov. Cuando Malcolm se sintió lo suficientemente vieja y valiosa, quiso hacerle caso a sus editores y se planteó realizar su autobiografía a pesar, dijo, del “conflicto entre el amor propio y la objetividad periodística” que conlleva dicha tarea.
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En 2010, con un puñado de hojas ya escritas, confesó que el proyecto personalísimo la aburría. “No puedo escribir sobre mí como escribo sobre la gente que he escrito como periodista”, se sinceró. “La memoria no es una herramienta de periodista. La memoria brilla e insinúa, pero no muestra nada nítido o claro”. Además, explicó, “la autobiografía es un ejercicio de autoperdón. El yo observador de la autobiografía cuenta la historia del yo observado no como un periodista cuenta la historia de su sujeto, sino como lo haría una madre. El narrador mayor mira hacia su yo más joven con ternura y compasión, empatizando con sus penas y permitiendo sus pecados”.
¿Cómo podía resolver, entonces, tal entuerto una maestra como ella? Ya con la enfermedad a cuestas, optó por echarse un clavado en su álbum familiar y seleccionar algunas fotografías para contar, a partir de ellas, momentos clave de su vida. El resultado se ha publicado (en español) más de dos años después de su muerte. Se llama Fotografías fijas. Memoria en imágenes (Debate) y no es más que un breve repaso por algunas de sus vivencias, sin ocuparse de lo que muchos quisiéramos saber: su puntilloso método de trabajo.
Hay quien ha subrayado que a Janet Malcolm le hizo falta gastar las suelas de sus zapatos en la calle (esencia del periodismo), pues pasaba los días encerrada entre voluminosas transcripciones de procesos judiciales o descomunales archivos de artistas e intelectuales. Bueno, ella decidió especializarse en eso. ¿Por qué no? ¿Acaso no es equiparable la investigación documental a la investigación de campo? También han dicho que su esfuerzo se centraba en detectar algún desliz-renuncio-contradicción de sus personajes porque para ella eso era lo que realmente revelaba cómo eran y/o pensaban (como si fuera una psicoanalista o policía científica y no una periodista). Ah, y que su estilo literario era más bien frío, incisivo, carente de amabilidad o condescendencia. ¿Y? Gracias a esa asepsia profesional realizó trabajos magistrales. Lo que pasa es que siempre la comparaban con Joan Didion, su contemporánea y también gran exponente del periodismo narrativo. Pero, como dice Alice Gregory, “a Didion la descubres en el bachillerato y la lees en la playa. A Malcolm la descubres en la universidad —o después— y la lees antes de hacer tu propio trabajo”.
Tal vez por eso yo esperaba más de Fotografías fijas. Además de abundar en lo que había detrás de sus grandes reportajes, también quería pinceladas acerca de cómo logró triunfar manteniéndose siempre al margen de lo que ella misma denominaba “mafias de periodistas”. En las páginas del libro hay recuerdos sobre su salida de Praga, en julio de 1939 (“la burocracia nazi nos concedió los visados a cambio de sobornos”), las dificultades del primer año de exilio en Nueva York (cuando la trataban como una discapacitada por no saber inglés), la importancia de la educación que le procuraron sus padres (de clase media), alguna anécdota de sus maridos (y colegas en The New Yorker, uno crítico literario y editor el otro) y el conocido y largo juicio al que se enfrentó cuando un psicoanalista la demando por difamación después de publicar el perfil de Freud. Pero no hay rastro de Janet la escrutadora (e implacable) sobre sí misma y sobre su trabajo.
AQ