Durante estos días, las páginas de las secciones de cultura de medio mundo no han dejado de acoger una competencia por ver quién ha leído más y mejor al difunto (y por vituperar a la Academia Sueca que, ciertamente, después de esta tragedia lo más probable es que tardará varios años en darle el Nobel a alguno de nuestros escritores hispanos). Por eso permítanme a mí señalar algunos de los rasgos que definieron la personalidad de uno de los narradores más importantes de nuestros tiempos (al que, dicho sea de paso, antes que sus estupendas novelas, le agradezco haber reunido en Vidas escritas los perfiles de un puñado de autores representativos de la literatura universal, porque así me ayudó a descubrir muchos de los libros fundamentales en mi formación).
El colmo lo llevaba en el nombre: El apellido materno de Javier Marías es Franco, como el del dictador que tanto odiaba porque le prohibió a su padre, el gran filósofo Julián Marías, impartir cátedra por no acceder a jurar los principios del Movimiento. Por eso, a diferencia de su hermano Fernando, él y su otro hermano, Miguel, se negaban a utilizar sus nombres completos. Por eso, también, en sus primeros libros Javier Marías se esforzó por rehuir de todo aquello que oliera a español y le gustaba exhibir su filiación anglosajona.
Nunca sucumbió al uso de la tecnología: Siempre usó una máquina de escribir eléctrica, modelo Olympia Carrera de Luxe. En ella tecleaba una media de tres veces cada página de sus novelas y artículos. Decía que el día que se le llegara a estropear y no encontrara otra en el mercado vintage, se retiraría: “a estas alturas de mi vida no me veo capacitado para empezar a utilizar un ordenador, renunciar al papel y a las correcciones a mano y a pluma.” Enviaba sus colaboraciones periodísticas por Fax y una secretaria de Redacción se encargaba de “picar” el texto antes de pasárselo al redactor jefe. El celular le servía sólo para dos cosas: hablar y enviar mensajes SMS. Tenía un correo electrónico, pero estaba a cargo de Mercedes López-Ballesteros, su resolutiva y amable asistente. Cuando le mandabas un mail, ella lo imprimía, se lo entregaba y él escribía su atenta y formal respuesta a máquina. Luego Mercedes la escaneaba y te la enviaba en PDF.
Tenía una rutina fija: Tardaba en escribir cada una de sus novelas unos tres años en promedio. Se iba a la cama a eso de las tres de la mañana, después de pasar un buen rato leyendo o escuchando música o viendo películas. Se levantaba sobre las 11 de la mañana, revisaba los periódicos y resolvía los asuntos pendientes con Mercedes. Luego comía y al terminar se iba directo a su estudio para comenzar a escribir. Casi toda su producción literaria y periodística fue realizada en horario vespertino.
Además de escritor, fue profesor y traductor: a los 22 años, después de publicar su segunda novela, durante seis años se dedicó a traducir al español a autores como Joseph Conrad o Vladimir Nabokov. Luego enseñó letras hispánicas y teoría de la traducción en Oxford y en Madrid.
Fue el ‘pitufo gruñón’ de la literatura española: Sus columnas, llenas de críticas y quejas, causaban polémica cada semana. Rechazó el Premio Nacional de Narrativa (y dijo que, si se lo dieran, tampoco aceptaría el Cervantes), porque no quería nada del “deficiente” Estado español. Años antes se peleó con su editor, Jorge Herralde, porque le disminuyó la cantidad de un adelanto editorial y decidió irse a Alfaguara. Cuando los cineastas Elías y Gracia Querejeta adaptaron su novela Todas las almas a la pantalla grande, le pareció que desfiguraron el libro hasta hacerlo irreconocible. Exigió una cuantiosa indemnización y que retiraran cualquier mención a su obra en los títulos de crédito. Los tribunales le dieron la razón.
Sabía cómo mantener una relación de pareja: guardando distancia. Él vivía en Madrid y su esposa, la editora Carme López Mercader, en Barcelona. Pasaban de dos a tres semanas juntos y de cuatro a cinco separados. “Así es más difícil cansarse el uno del otro y hay tiempo para extrañarse”, sostenía. Después de 20 años de llevar ese ritmo de vida, ambos decidieron casarse en 2016 para evitar que, cuando él falleciera, el 70 por ciento de su herencia se la quedara Hacienda.
Tenía tres aficiones: los libros, el cine y el fútbol (era hincha del Real Madrid y del Numancia, un equipo de Tercera División). Y coleccionaba soldaditos de plomo.
AQ