Hay un debate en IQ2 y en YouTube, con James Shapiro, a favor de William Shakespeare, y Nigel Smith, por la causa de John Milton, donde debaten acerca de cuál es el mayor poeta de la lengua inglesa. Abreviemos: es Shakespeare, pero el margen de preferencia en favor del primero se redujo considerablemente después de los argumentos y las lecturas de fragmentos de las obras hechas por estupendos actores. Uno, en favor de Milton: que ninguna obra individual de Shakespeare es mayor al Paraíso perdido. Pero no importa quién gane el debate sino la suma de argumentos en favor de la poesía.
Shakespeare no pierde lectores con los siglos, pero Milton es un goce reacio y demandante. Y más en traducción, porque se diluye una de sus mayores fuerzas: una especie de violencia verbal. Algunos poetas (John Donne, Milton, Andrew Marvell, G.M. Hopkins) pierden mucho cuando pasan a lenguas polisilábicas, como las de la familia latina. Se aguadan. El inglés desarrolló una estructura distinta, propia, del soneto: tres cuartetas y un pareado, en vez de dos cuartetas y dos tercetos; la exigencia de Petrarca, que la sonoridad sea fluida, se ve contrariada en inglés, una lengua de palabras breves y pocas sílabas, que hace una sonoridad más “percusiva”, digamos, y lejana esencialmente de Garcilaso o Lope o la gran mayoría de los sonetos españoles, que hallan su música ondulando y fluyendo.
Sin embargo, Milton tiene otra potencia, que sí se deja traducir: ninguna otra obra, ni siquiera los ensayos de Teodicea de Leibniz, han dado una mejor explicación del mal en el mundo. Y a eso se refería William Blake: “La razón por la que Milton estaba en grilletes cuando escribía sobre los ángeles y Dios, y en libertad cuando escribía sobre los diablos y el infierno, es porque era un verdadero Poeta y estaba de parte del Diablo sin saberlo”.
Milton fue un tipo extraño. Intransigente, beligerante y, a la vez, frágil, débil y ciego. Puritano radical y partidario furioso de la libertad de expresión, pese a haber sido funcionario de Carlos II en la guerra civil, militancia que lo clava en el pasado y lo vuelve retrógrada. Es un nudo gordiano: anclado en la más reaccionaria facción de sus días, no deja de ser el origen verdadero del pensamiento liberal.
No era simpático. El Dr. Johnson lo detestaba, sin poderlo despreciar. Sabía que tendría que admirar al poeta, pero no podía con el hombre Milton. Según T.S. Eliot, tanto Keats como Blake llegaron a la sospecha de que “darle vida a Milton significa mi muerte”. Y el mismo Eliot se vio precisado a desdecirse. Tras escribir un ensayo amplio sobre Milton, donde dice que la calidad de sus imágenes es muy inferior a su musicalidad y potencia sonora, y afirmar que era Milton un gran poeta, pero no un buen poeta, escribe otro, igual de amplio para explicar que se había equivocado en su primer juicio. Así de difícil puede ser la lectura de Milton. ¿Por qué, entonces, sus pocos y abrumados lectores siguen apostando por él, por el Paraíso perdido, la Areopagítica, los otros poemas?
Mejor intento poner un ejemplo, aunque sea en una traducción tentativa. Un soneto sobre su amor y su ceguera. Y, cosa rara en un crítico de la calidad del Dr. Johnson, fue injusto: Catherine Woodcock, la esposa de Milton murió “al dar a luz o como consecuencia de algún contratiempo poco después, y su marido honró su memoria con un pobre soneto”.
¿Pobre? Es el Soneto XXIII (Methought I saw my late espoused saint):
“Creí haber visto a mi difunta, santa, esposa / traída, como Alceste, de la tumba, / (Feliz le diera Jove a su nieto por marido) / arrancada a su muerte, aunque pálida y débil, / mía, como habiéndose lavado la mancha de la cuna, / según la Ley antigua, ya pura, ya salvada, / tal como espero alguna vez mirarla, plena, / sin que nada en el Cielo restrinja mi mirada, / Vino hacia mí, toda de blanco y mente pura, / velado el rostro, pero ante mi visión ficticia, / era el amor, y la dulzura y la bondad que en ella / más claro que en ningún rostro brillaban. / Mas cuando se inclinó para abrazarme, / yo desperté, ella huyó y el día me regresó mi noche”.
En el Paraíso perdido había dicho: “Dios, que es la luz”, y saludaba: Hail! Holly Light. Es justamente famoso el “Poema de los dones”, de Borges: la metafísica ironía de tener, a la vez, “los libros y la noche”. El de Milton es mucho más fuerte: mientras sueña puede ver; el amanecer lo arroja a las sombras y, cada día, lo deja de nuevo viudo y ciego.
AQ