Juan Gelman, ponerle vida a la muerte

In memoriam

El Premio Cervantes 2007 murió hace diez años. Desde la amistad y el conocimiento de su obra, este ensayo lo recuerda y habla, entre otras cosas, del proyecto inconcluso de Gelman de escribir su autobiografía en pequeños textos en prosa poética.

Juan Gelman, 1930-2014. (Foto: Jesús Quintanar)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /

El proyecto postrero de Juan Gelman, quien solía anunciar en la mesa que pasaba de la “postreridad” para ir directamente al café y el whisky, era escribir una autobiografía, pero no en prosa narrativa, sino en prosa poética o en versos extendidos que no se apartaran de su carácter lírico. Algunos de sus amigos supimos que nos había enviado textos sobre dicho proyecto, buscando una interlocución discreta sobre estos “Recuerdos” [de los que en esta edición se incluye un par] que iban reconstruyendo el tejido de la memoria. Asuntos que aún escocían el corazón del poeta. Pero el 14 de enero del 2014 se apagó la fuente gelmánica. Ya desde el 2013, un cáncer anunciaba el final de su vida. Una noche de ese año, en la sobremesa, cuando los invitados se habían retirado de mi casa, Gelman hizo un breve recuento de su vida en México. Reconocía que no fue el país de su exilio, sino de su elección, de su nueva familia. Aquí recibió grandes reconocimientos a su obra, luego de que fueran localizados los restos de su hijo Marcelo Ariel en un tambo, en el fondo de un canal, y después ocultos en la fosa común de un cementerio, a finales de 1989, año en que llegó a este país en busca de Mara La Madrid.

En Uruguay se había realizado, en el 2013, un acto de desagravio a Macarena —su nieta, nacida en cautiverio antes del asesinato de la madre, Claudia García Iruretagoyena, para entregarla en adopción a la familia de un militar, quien la registró como propia— y a los familiares de los desaparecidos. Juan sentía que había cumplido con las metas de lucha por la memoria de sus muertos. Como un corredor de fondo tras cruzar la meta, se notaba exhausto. Se nos quedó mirando a mi mujer y a mí y se dijo a sí mismo: “Podría decir que me siento satisfecho, pero en realidad queda un vacío, solo veo la claridad de lo irrecuperable”. Entendí como nunca la expresión de las Madres de Mayo, en la voz de Hebe de Bonafini, en el libro Ni el flaco perdón de Dios, libro de testimonios que escribieran al alimón Mara La Madrid y Juan Gelman: “Cuando los militares exhuman cuerpos de víctimas, te dan plata por lo muertos y vos tenés que reconocer la muerte sin que ellos te digan que los mataron. No soy yo quien tiene que reconocer. Si agarro la muerte y agarro la reparación económica y agarro al muerto, estoy reconociendo que lo mataron. ¿Y dónde está el asesino? Yo me quedo con el muerto ¿Y el asesino entrega qué? En este sistema la muerte es el final de todo (…) Por eso todo el tiempo le ponemos vida a la muerte. Ponerle vida a la muerte cuesta mucho sacrificio en este país.”

Ni el flaco perdón de Dios, publicado por Planeta en 1997 y reeditado en el 2017, recoge los testimonios de hijos, madres y familiares de los desaparecidos. Una obra estrujante, no solo por las voces que aportan su experiencia, también por los discursos bien editados y cuidados en su redacción, que en mucho recuerda el trabajo periodístico y editorial de Svetlana Aleksiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Por su parte, Ni el flaco perdón de Dios corría a la par de la investigación tras las pistas de Macarena, de quien entonces se ignoraba género y nombre, pero los autores tenían la convicción de que existía. Varias veces le escuché mencionar a Gelman la agudeza detectivesca de Mara. El libro no deja dudas sobre la participación de un poeta y una psicoanalista lacaniana en su factura.

Algunos críticos, más mal intencionados que exigentes lectores, se atrevieron a afirmar que los reconocimientos literarios a Juan Gelman provenían más de su tragedia que de la dimensión de su obra. Pero a Juan de lo que menos le gustaba hablar era de sus pérdidas, de su vida íntima. Tenía una vocación por el humor y el juego, por narrar historias del pasado de sus parientes rusos-ucranianos, de sus encuentros con escritores de la talla de Olga Orozco, Enrique Molina, Onetti, de su pasión borgiana, que lo hacía justificar la ceguera política del autor del Aleph, a causa de su debilidad visual. Juan era un narrador oral extraordinario, tal vez por ello su tendencia a desdoblarse en numerosos autores, reunidos en buena parte en ComPosiciones. Poetas y profetas, revolucionarios y peregrinos. En los años sesenta, cuando vivía en Buenos Aires y estaba atrapado en un trabajo burocrático, sintió la necesidad de salir del intimismo poético, de evadirse del encierro, de esa condición en la que el poeta se ve a sí mismo como el centro de todas las preocupaciones humanas. Fue entonces que buscó fuera de sí y se encontró en la imaginación Los poemas de Sidney West. Emprendió esa labor creativa como si se tratara de una traducción, oficio tan cercano al espíritu de Gelman.

Con esa ironía tan propia del humor inteligente, Juan recordaba a un compañero de oficina embargado por la envidia. Un día le enviaron una propuesta de un supuesto retrato hablado del personaje-autor para portada de Los Poemas de Sidney West. El envidioso colega se acercó a Gelman cuando lo vio en sus manos. “Mirá, Juan, a ese Sidney West lo conozco mejor que tú. Lo traté cuando comenzaba escribir esos poemas”. Mito o realidad, lo cierto es que el poeta disfrutaba mucho narrar breves historias como si fueran cuentos. La Señora Poesía, como él la llamaba, estuvo siempre de su lado. Fue con certeza uno de los pocos poetas a quienes la poesía eligió para hacer casa en su corazón, como el albañil Hiranyaka, que se lo negó a la huesuda porque éste ya le pertenecía a una mujer. De lo que menos habla la obra poética de Gelman es de la tragedia, se desliza con gran fortuna por senderos mundanos y sensuales, como el poema “Ofelia”, pero recorre geografías y épocas para traernos noticias de autores desconocidos, para actualizar la experiencia humana. Juan se sale de Juan para gelmanear, sin restricciones, por los límites del lenguaje, para volver a encender la lengua calcinada.

Vi por primera vez a Juan Gelman sentado en una mesa del Péndulo de la Condesa. Fumaba y bebía café con parsimonia. José Vicente Anaya me animó a que nos acercáramos a saludarlo y a entregarle un ejemplar de la revista Alforja. Fue en 1998, un año después de haber surgido ese proyecto editorial. Gelman respondió con amabilidad y aceptó incluso ser parte del Consejo Editorial de la publicación. Nos veríamos en otras ocasiones, pero no fue sino hasta el año dos mil cuando nos encontramos caminando por la calle en dirección a la sede del Encuentro de Poetas del Mundo Latino, en Oaxaca. Luego de saludarnos, me preguntó si sabía que había encontrado a su nieta. Le manifesté mi alegría, pero sobre todo mi incredulidad por una búsqueda que me resultaba una misión imposible, capaz de disuadir a los más obstinados. Detuvo su marcha, me miró a los ojos con esa mirada acuosa y profunda. “Sí, para mí también fue siempre un imposible. Pero, qué busca un poeta o un revolucionario auténticos, ¿no es acaso lo imposible? Y en última instancia, el hombre ¿es memoria o qué?

Juan cerraría su ciclo autoral con la publicación de Hoy, 2013, un libro escrito entre el 2011 y el 2012 en la Ciudad de México, posterior al que ya se veía como la obra epigonal de su poesía El emperrado corazón amora (Seix Barral, Biblioteca breve, Argentina, 2011). Muchas veces escuché de sobremesa la lectura de esos poemas inéditos. Sabía que era una apuesta no por la claridad y el sentido. Una poesía que apelaba no a la comprensión sino al sentimiento, a la lectura línea por línea. Amaramara fue la despedida con poemas nuevos y algunos ya publicados. Un buen pretexto para llevar a Arturo Rivera de acompañante en esa aventura editorial en la que yo llevaba la estafeta. Admiraba la obra de Arturo, pero le aclaró un par de ocasiones que no se trataba de ilustrar los textos, sino de crear imágenes para acompañar poemas que invocaban el amor y el espanto.

Vio con satisfacción las pinturas de Arturo Rivera y la versión final de Amaramara, aunque no el libro impreso. Se despidió de los amigos más próximos hasta un día antes de su muerte y pidió que sus cenizas fueran llevadas a Nepantla, para estar más cerca de la cuna de Sor Juana. Meses antes tenía preparada una lista de amistades para celebrar los 25 años de haber llegado a México. En el fondo, Gelman estaba convencido de una cosa, su biografía habitaba en el vientre de la poesía, donde no había nacido uno, sino muchos alterónimos que podían pertenecer a diversas lenguas y culturas, todos personajes-autores legitimados en el habla en la que él había nacido, el español porteño. Tal vez esos poemas eran señales de un libro fantasmal, nonato.

AQ

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