Soriano: mundano y rebelde

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Enfant terrible, el artista jalisciense poseía una imaginación llena de gracia que plasmó lo mismo en la pintura que en la escultura y la escenografía.

Juan Soriano, 'enfant terrible'. (Foto: Lizeth Arazu | Archivo MILENIO)
Sylvia Navarrete
Ciudad de México /

El mote de enfant terrible se le adhiere 14 años después de su muerte. Cuando llegó de su provincia a la capital, en 1935, era un adolescente precoz, despabilado y formado en el gusto exquisito del esteta homosexual Chucho Reyes. Conquistó a los artistas e intelectuales del círculo de los Contemporáneos, fue el alma de todas las fiestas. Empezó pintando retratos femeninos misteriosos y escenas de interiores en las que se respiraba la nostalgia del terruño.

Juan Soriano (18 de agosto de 1920-10 de febrero de 2006) llegó a la experimentación al emanciparse de la tradición mexicanista y adoptar el viaje como principio de libertad. En la edad madura, conservó el humor irreverente, el temperamento sibarita y un físico de adolescente, y cosechó la adulación de las élites sociales. “Ante mi rebelión temprana, en mi casa me decían que iba a convertirme en facineroso, que iba a morirme de hambre en la bohemia”, declaró en su discurso de recepción del Premio Velázquez de manos de los reyes de España, en 2005.

Buen dibujante, Soriano da prueba en su pintura de una imaginación llena de gracia y receptiva tanto a los códigos del surrealismo como a un realismo ornamental y, desde luego, a tramas simbólicas entretejidas con pulsiones sexuales y de muerte. “Cada retrato que se pinta con sentimientos es un retrato del artista, no del modelo”, afirmaba Oscar Wilde. ¿Acaso esta será la razón por la cual el talento de Soriano floreció con mayor brío en este género? Véase su ciclo dedicado a Lupe Marín, en que destaca la fiereza expresiva de la ejecución, una geometría descarriada y su capacidad de transfiguración.


A los 30 años, harto de México, parte a vivir a Europa. En Roma se desapega del realismo poético y el lirismo espontáneo de sus inicios, para transitar cada vez más decididamente hacia una abstracción que no abandona por ello el sello subjetivo, teatral y barroquizante de la etapa anterior. A partir de la década de 1950, Soriano disgrega las formas, incorpora alusiones mitológicas y hace explotar el color en gamas tónicas y luminosas que le inspiran sus estancias en Italia y en Creta. Cuando regresa, colabora en colectivos universitarios de teatro y poesía para los cuales diseña escenografías y vestuarios (en puestas que alternan a Sófocles, Eugène Ionesco, T. S. Eliot y Jean Genet, por ejemplo); ilustra libros de Apollinaire y de su amigo Octavio Paz, retoma la escultura en cerámica y explora la de bronce. Contribuirá a su éxito aquel bestiario monumental que sembró en varias ciudades del país. Es con la fábula traducida a la escultura en bronce que Soriano se despide de este mundo, y que permanece en la memoria del más amplio público.

Entre México y París, compartió su existencia con el apuesto polaco Marek Keller, ex bailarín del Mazowsze, fiel compañero y mánager nato —los había presentado en 1973 Sergio Pitol, entonces agregado cultural en Varsovia—. Hasta la fecha, Marek persevera en la tarea de supervisar el legado artístico y el patrimonio de la pareja, entre otros, el Museo Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano de Cuernavaca, fundado en 2018, y el edénico jardín escultórico de siete hectáreas en Owezarnia, Podowka Lesna, donde pervive desde 2009 este artista cosmopolita, inclasificable y siempre grato de redescubrir.

ÁSS​

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