Después de atravesar a 42 grados centígrados el casco antiguo de Zaragoza, previa escala en la Basílica de Nuestra Señora del Pilar (como tiene que ser en esta ciudad a orillas del río Ebro), uno llega a la Fundación Ibercaja empapado en sudor. Lejos de ayudar, los tragos de agua fresca contribuyen a instaurar la sensación de bochorno y, sólo después de un largo rato, el aire acondicionado del lugar repone al visitante que, para entonces, ya se deleita con una treintena de cuadros firmados por uno de los pintores más populares de España: Julio Romero de Torres (1874-1930), inmortalizado en La morena de mi copla, un pasodoble que Manolo Escobar (q.e.p.d.) empezaba a cantar con ímpetu patriótico (“Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena/ con los ojos de misterio/ y el alma llena de pena”), para luego arrancarse el estribillo de las entrañas (“Morena, la de los rojos claveles,/ la de la reja floría, ¡la reina de las mujeres!/ Morena, la del bordao mantón,/ la de la alegre guitarra/ ¡la del clavel español!”).
- Te recomendamos La famosa lámpara Laberinto
Romero de Torres, nacido en Córdoba (Andalucía) y madurado en las tertulias de artistas y escritores de Madrid, comenzó a pintar con un marcado carácter regionalista para luego adherirse a la estética simbolista y, finalmente, desembocar en un estilo personalísimo que conjugaba el sentir popular andaluz con la tradición del arte italiano del Renacimiento. Por medio de un dibujo preciso y de composiciones equilibradas, en las que utilizaba colores azulados, verdosos y, sobre todo, negros, dotaba a sus obras de un halo de poesía y misterio. En su cuadros solía mostrar a la mujer andaluza en un primer plano, poniendo detrás paisajes amplios en los que a veces incluía elementos arquitectónicos o pequeñas figuras, que le gustaban al pueblo y no tanto a los críticos especializados.
Los múltiples tipos de feminidad que dominan buena parte de la obra de Julio Romero de Torres exhiben a mujeres poderosas, fuertes, desafiantes, que encajan en el concepto de femme fatale, algo que fascinaba a Europa en las primeras décadas del siglo XX, pero que en España parecía imposible aceptar. Son, en suma, mujeres que parecen llenas de melancolía, con un toque erótico en medio de paisajes oscuros, con una variedad cromática que no se aleja de la tenebrosidad.
Entre ellas, dos son las más famosas: La chiquita piconera y La Fuensanta, dos sensuales morenas agitanadas. La segunda, con su cántaro metálico y su ropaje tradicional, estuvo plasmada en los antiguos billetes de 100 pesetas y, en 2007, fue subastada por más de un millón de euros. La primera, con sus zapatos de tacón, medias de seda, ligas anaranjadas y el hombro desnudo, fue la que inspiró aquella copla que popularizó Manolo Escobar. Se llamaba Concha Cabezón y, en 2002, cuando tenía 97 años de edad, el Diario de León la encontró en un asilo de ancianos de la localidad de Riaza (Segovia). Estaba un poco seca y huesuda, pero con la mente y la coquetería intactas. Así lo demostraron los dos claveles rojos que tenía en una oreja, sus canas bien peinadas y sus tres collares en el cuello, como para complementar su belleza, con los que se arregló para ser retratada por el periódico castellano en el que, por si acaso, quiso dejar muy claro: “¡que sepáis que entre Romero de Torres y yo nunca hubo idilio de ninguna clase!”
Esta exposición, que ahora alberga Zaragoza pero que lleva casi dos años recorriendo España, revisa la evolución del pintor, desde sus obras de juventud hasta la consolidación de su estilo. Los cuadros de las dos últimas décadas de su producción artística destacan por el proceso de desacralización de lo sagrado y la sacralización de lo profano a través de lo popular. Por eso se le conoce como “el pintor de almas”.
Cuenta Mercedes Valverde, la directora del museo dedicado al artista en su Córdoba natal y autora del catálogo de la muestra, que Romero de Torres es “un cronista gráfico de su época, ya que pintó a la realeza y a los políticos, pero también a cantantes, bailarinas y chicas de variedades, de quienes fue gran impulsor, sin olvidarse de las mujeres del pueblo. Lo curioso es que todas están rodeadas de tinieblas”. La verdad es que, después de recorrer la exposición, uno quisiera meterse en las tinieblas de alguno de estos cuadros. Porque estaría muy bien olvidarse del furioso sol que padecemos estos días.
ÁSS