Kenzaburo Oé y su paso por México

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De gran amabilidad y firmes convicciones, el autor de 'Cuadernos de Hiroshima' fue recibido con los brazos abiertos en este país en dos circunstancias distintas.

Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura 1994. (Foto: Yuriko Nakao | Reuters)
Flora Botton Beja
Ciudad de México /

Mucho se ha escrito en estos días sobre el recientemente fallecido escritor japonés Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura 1994. Lo que se conoce poco es la relación especial que estableció con México, en donde vivió durante unos meses en 1976, y a la que se refirió en numerosos ensayos y relatos. Yo tuve el privilegio de conocerlo en Tokio, en enero de 1976, cuando regresaba de mi primer viaje a China. El director del Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México me pidió comunicarme con el escritor, quien viajaría a México en febrero. En esos días sin celular, no recuerdo cómo logré ponerme de acuerdo con él para encontrarnos en un pequeño restaurante en el centro de Tokio, que servía espaguetis y consistía en una barra y taburetes. No le fue difícil reconocerme porque en el sitio era la única occidental. Yo había leído, en inglés, su exitosa novela Una cuestión personal, en la que relataba, a través de una obra de ficción, su propia experiencia dolorosa cuando nació su hijo mayor, Hikari, con problemas graves de hidrocefalia y daño cerebral. Fue un hecho que aparecería en varias de sus obras a través de los años.

La primera dificultad en este encuentro fue la falta de una lengua común. Kenzaburo Oé no hablaba español, sabía muy poco inglés, y yo no hablaba japonés. Nos comunicamos en francés, que él recordaba de sus estudios cuando era joven, y con la escritura de algunos caracteres chinos. Creo que todos en algún momento hemos tenido la experiencia de haber logrado una comunicación seria, un intercambio de ideas y una conversación que dura varias horas con una insólita naturalidad a pesar de esta dificultad. Primero hablamos sobre China, en donde yo acababa de estar, y él, entusiasta de la revolución que había encabezado Mao, visitó en 1960. Habló de sus luchas por el pacifismo y su oposición a las armas nucleares, me contó que asistió a una conferencia mundial contra las armas nucleares en Hiroshima, en 1963, y recogió estrujantes testimonios que publicó en el libro Cuadernos de Hiroshima. Hablamos de México, que visitaría próximamente, de América Latina, cuya literatura había alcanzado en esa época una fama internacional, de Cuba y su revolución y muchos temas más. De México tenía conocimientos de su pasado precolonial, de las culturas que habían florecido antes de la conquista española, y manifestó un gran entusiasmo por aprender más.

En México, adonde llegó en febrero de 1976, Kenzaburo Oé, con el apoyo de mi colega Óscar Montes, quien era especialista en literatura japonesa y hablaba japonés, dirigió un seminario sobre literatura contemporánea de Japón. Una de sus metas, en este primer encuentro con un país de América Latina, era acercarse lo más posible a las raíces populares urbanas y, acompañado por Óscar, recorrió antros y cantinas y al parecer llegó a conocer a Juan Rulfo, a quien admiraba. Debo confesar que no participé en esta etapa de su primer contacto con México pero sabía de algunas de sus aventuras. Mi colega Mattias Chiappe, quien escribió una tesis doctoral sobre América Latina en la literatura japonesa y publicó un ensayo en la revista WILAS en 2020 (“The Image of Latin América in Oe Kenzaburo’s Post Mexican Fiction”), hace un relato mucho más detallado de esta estadía. Señala también las consecuencias que tuvo para Kenzaburo Oé, como escritor, su vivencia de México. Asimismo, un estudiante de El Colegio de México escribió en el libro Nuevas aproximaciones a la literatura japonesa, publicado por Bellatera en 2020, un capítulo sobre “La influencia de México en la literatura de Kenzaburo Oé”.

Mi siguiente contacto con Kenzaburo Oé fue una vez más en Tokio, en la década de 1980, a raíz también de un viaje a China. Lo insólito de este encuentro fue la invitación que este escritor consagrado internacionalmente me hizo para ir a cenar a su casa. Los que conocen la cultura japonesa saben de lo inusual de una invitación de esta índole. La formalidad natural de los japoneses, la estrechez de los espacios habitacionales, hacen mucho más frecuente una invitación en un lugar público. Kenzaburo Oé fue por mí al hotel y juntos tomamos el tren al suburbio en donde vivía. Conocí así a su esposa, una mujer menuda y discreta en quien detecté cierta tristeza. Hikari, ya adolescente, según me contó Kenzaburo Oé, manifestaba un talento para la música que el padre alentaba. Completaban a la familia un hijo y una hija más pequeños. Kenzaburo Oé, cuyo inglés había mejorado mucho, insistió en acompañarme de regreso a Tokio y, en el tren, conversamos sobre su familia. Le pregunté cómo veía el futuro de Hikari y me contestó que mientras él viviera su hijo estaría protegido. “Lo único que deseo”, me dijo, “es que él muera un poco antes que yo”. No se cumplió su deseo. Hikari vive y ha cosechado éxitos como compositor.

Pasaron muchos años y Kenzaburo Oé era un escritor prolífico, considerado una de las grandes figuras de Japón. Además de su obra literaria de ficción publicaba ensayos en los que seguía manifestando su interés por el pacifismo, su oposición al poder nuclear y su repudio por un Japón nacionalista que olvidaba los crímenes cometidos en el pasado. Sus ideas políticas llegaron a enfrentarlo con la autoridad. Él mismo defendía su decisión de mantenerse en la “periferia” y, a pesar de su fama, nunca quiso involucrarse con los grupos de poder. Finalmente, en 1994, se le otorgó el Premio Nobel de Literatura.

En 1994 fui nombrada directora del Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México y le envié una felicitación de parte de la institución. También lo hice personalmente y recibí una respuesta muy amable. Unos meses más tarde, supe que había aceptado pasar unos meses en Princeton como profesor visitante y le planteé al presidente de El Colegio de México, Víctor Urquidi, la posibilidad de invitar a Kenzaburo Oé a México. Obtuve el visto bueno e intenté comunicarme con el escritor. Me contestó su agente y me dijo que el señor Oé estaba demasiado ocupado para atender semejante solicitud. Tuve la impresión de que el agente obraba por cuenta propia y le pedí que le diera un mensaje al escritor. Un día después llegó la respuesta positiva y así fue como a principios de diciembre de 1996 Kenzaburo Oé volvió a México. Organizamos una conferencia el 5 de diciembre en El Colegio de México e invitamos, para acompañar a Kenzaburo Oé, a dos premios Nobel de Literatura: Octavio Paz y Gabriel García Márquez. No pudimos completar la tríada porque si bien aceptó Octavio Paz, cuyo interés en Japón y en la literatura japonesa eran bien conocidos, no lo hizo García Márquez. Completaban la mesa el poeta Aurelio Asiain y mi colega, estudioso de literatura japonesa, Guillermo Quartucci. El acto tuvo un éxito rotundo. Nunca se había visto en El Colegio de México una asistencia tan numerosa. Al día siguiente, Kenzaburo Oé dio una conferencia, patrocinada por Conaculta, en el Centro Nacional de las Artes que también contó con una nutrida asistencia.

La estadía de Kenzaburo Oé fue corta, pero pudo pasear por el Zócalo, visitar el Templo Mayor y asistir a una comida que le ofreció Octavio Paz en el restaurante Champs Elysées, a la que fui invitada. Supe también que García Márquez lo invitó a cenar. No volví a ver a Kenzaburo Oé pero seguí su trayectoria literaria y política. Me alegra haberle conocido y tenido la oportunidad de, aunque brevemente, convivir con él.

De la estirpe de Dostoievski

Kenzaburo Oé nació el 31 de enero de 1935 y murió en la madrugada del 3 de marzo de 2023. Fue, en muchos sentidos, un hijo de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, del bombardeo a Hiroshima, enclavada a unos kilómetros de la aldea apacible donde vivía su familia. No sorprende entonces que el dolor haya sido una presencia recurrente en su obra.


Fue en 1957 cuando abandonó ese microcosmos casi edénico y se instaló en Tokio con el propósito de estudiar Filología Francesa. Ese año publicó La presa (el relato de un soldado negro que sobrevive a la caída de un avión estadunidense y es capturado por un grupo de cazadores cuyas acciones se mueven entre el terror y el asombro) y con él llegó el Premio Akutagawa. Luego vendría su novela Arrancad las semillas, fusilad a los niños. Kenzaburo Oé no había cumplido aún 25 años y ya era objeto de interés y escrutinio (sobre todo por sus esfuerzos por “oscurecer” la sintaxis japonesa).


Dos hechos marcarían su entrada a la madurez: el nacimiento de su hijo Hikari y la muerte de su maestro Kazuo Watanabe, de quien aprendió la trascendencia del humanismo, una vía a través de la cual Kenzaburo Oé llegó a la literatura comprometida, la revisión del “pasado a través de testimonios y de uno mismo”. A esta época pertenecen sus novelas 'Una cuestión personal', 'El grito silencioso' y 'Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura'.


Admirador de la poesía de T.S. Eliot, lector devoto de 'El maravilloso viaje de Nils Holgersson', de Selma Lagerlof, llegado a un punto en el que solo concibió la escritura si se tenía el carácter de Sancho Panza, Kenzaburo Oé no fue solo un explorador de la condición humana sino un incómodo detractor de algunas posturas resguardadas por la historia oficial japonesa, como la oscuridad en que yacen las muertes inducidas de la población civil por el Ejército Imperial en Okinawa poco antes del fin de la Segunda Guerra Mundial y el rechazo a la potestad del emperador. De esta actitud política provienen 'Cuadernos de Hiroshima' y 'Notas de Okinawa'.


Por momentos, el activista terminó por eclipsar al escritor. En 2011, luego del accidente nuclear en Fukushima, Kenzaburo Oé inició una batalla periodística para llamar a Japón a renunciar al uso de la energía atómica. No dudo en decir que se trataba de “la peor traición posible a la memoria de las víctimas de Hiroshima”. Cuatro años después volvió a la carga, esta vez contra los planes del primer ministro Shinzo Abe de permitir la acción de soldados japoneses en el extranjero.


Henry Miller llegó a considerarlo un descendiente de la estirpe de Dostoievski. Menos enfático, Kenzaburo Oé dijo sobre sí mismo: “Me hice escritor para reflejar el dolor de un pez. Y hoy me siento, sobre todo, un profesional de la expresión del dolor humano, al que busco mostrar con la mayor precisión posible”.

AQ

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