No lo digas, muéstralo. Esa estrategia literaria que aconseja Anton Chéjov: “No me digas que la luna brilla; muéstrame el reflejo de la luz en los cristales rotos”. Y eso hizo Arthur Koestler (1905-1983). No con imágenes o metáforas sino con el infierno de la utopía comunista.
Vargas Llosa lo compara con Orwell y Camus, más artísticos, más talentosos como literatos. Bien, pero con un distingo: aquéllos relataron y criticaron las tiranías y la opresión, desde otro lado, desde afuera. Como tema y objeto. A ellos les va bien el prefijo “anti”. No a Koestler, él es “ex”, con toda la ambigüedad del prefijo: “ex” puede indicar un pretérito, algo que dejó de ser (ex-alumno, ex-presidente); o que algo queda más allá, o fuera (exhumar, excéntrico), pero también puede señalar la procedencia: el lugar desde (ex-cátedra; ex-útero; experiencia). Koestler es ex-comunista. La tiranía no era un fenómeno exterior sino una hipóstasis entre su propia conciencia y la realidad.
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El cero y el infinito (1940) no es un alegato anti-algo: es una novela desde el comunismo. Y por eso es aterradora. Como su protagonista Rubashov, Koestler perteneció al Partido y terminó fuera. O, mejor, adentro: no hay salida sino abismo. Es verdad que Arthur Koestler renunció al Partido Comunista en 1938, durante el repugnante juicio y condena de Nikolái Bujarin, pero jamás intentó fingir: él fue un convencido, un feligrés. No se trata de un desengaño racional del credo comunista sino la minuciosa imposibilidad de mantener al mismo tiempo conciencia y obediencia. Ceder en una es traicionar la otra. Queda la muerte o la traición.
Koestler vivió y huyó de muchos lados. Hungría, Austria, España, Francia, la URSS, Estados Unidos y, finalmente, Inglaterra. Varias veces fue llamado “perro”, cuando era un insulto. Por ejemplo, Luis Bonin, el capitán franquista que juró “matarlo como un perro”, y hay quien dice (John Flemming) que el estentóreo arranque de Sartre: tout anticommuniste est un chien (“todo anticomunista es un perro”), fue espetado contra Koestler. En todo caso, otro yerro de Sartre. Quizá no entendía el distingo: puede ser anticomunista quien nunca pasó por el tracto digestivo del monstruo. Koestler era un ex.
El cero y el infinito todavía circula. Pero escasean los demás libros. En particular, dos, cuya pertinencia resulta urgente porque nuestra época parece calienta motores, y todavía no sabemos si para huir o para internarse en esos meandros del populismo que desembocan en tiranías. Uno es su autobiografía, en especial la segunda parte: Euforia y Utopía; el otro, un raro volumen convocado por Richard Crossman que, con el título de The God That Failed (hubo una traducción: El fracaso de un ídolo) reunió a seis autores notables: el mismo Koestler, Ignazio Silone, Richard Wright (los “iniciados”), y André Gide, Louis Fischer y Stephen Spender (los “adoradores foráneos”).
Al inicio de Euforia y Utopía, dice Koestler: “Fui hacia el comunismo como quien va a un manantial de agua fresca y abandoné el comunismo como quien sale arrastrándose de un río emponzoñado por los despojos de ciudades inundadas y los cadáveres de los ahogados.” En The God that Failed, su alegato es ensayístico: “No es por razonamiento que se adquiere una fe... La razón puede defender un acto de fe, pero sólo después de cometido”. En todo caso, el rasgo notable de Koestler no reside en sus razonamientos post facto ni en el descargo argumental sino en mostrar sin coartada los hechos y sus motivos. Ojalá los soñadores de utopías y los canallas que los pastorean y azuzan tuvieran como requisito leer estos libros y enfrentarse a las preguntas de los revolucionarios originales: ¿Y cuando la confesión honesta, verdadera, es de hecho una traición? ¿Estábamos aliados en la mentira, o nos volvimos mentirosos? ¿Debiéramos callarnos o hablar de frente?
En La montaña mágica, Settembrini y Naphta disputan hasta el odio entre la civilización y la cultura, el desorden liberal y el orden de la dominación. Pero ni siquiera Thomas Mann caló tan dentro. No hallo otra confrontación ideológica que pudiera compararse con los interrogatorios (ajenos y de la propia conciencia) de Rubashov. Y hallo una diferencia: mientras Thomas Mann relata y dice, Koestler muestra.
Recuerdo una conversación con el querido David Huerta. Contaba que desde niño tuvo acceso sin restricciones a todos los libros de su padre, Efraín Huerta; todos, excepto a los de Arthur Koestler.
AQ