La burbuja onírica de Ramón Gómez de la Serna

Café Madrid

En los objetos que acompañaron al creador de las greguerías se mezclan erotismo, muerte, comicidad, tragedia, cotidianidad, antigüedad y vanguardia.

Ramón Gómez de la Serna en su estudio. (Especial)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

El inventor de las greguerías, esas piruetas verbales definidas como el resultado de la suma de humorismo y metáforas, pasaba buena parte del día en una guarida onírica. Sólo ahí, entre un montón de imágenes y objetos variopintos traídos de mercadillos y anticuarios, Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) conseguía refugiarse en la soledad, necesaria para la creatividad, y organizar un mundo propio (textual y visual) que más tarde le permitiría ocupar un lugar destacado en la historia de la literatura.

En esa burbuja personalísima, durante buena parte de su vida situada en la torre de un edificio señorial de la calle Velázquez, a unos pasos del Parque del Retiro, flotaban el erotismo, la muerte, lo cómico, lo trágico, lo cotidiano, lo vulgar, lo fantasmagórico, la antigüedad y la vanguardia. “El escritor”, decía el propio Ramón, “es como un presidiario que no sale de su celda y por eso la decora igual que el confinado en la cárcel. Es lo imprescindible para no tener asco al encierro”.

Algunas fotos que le tomaron dentro de ese espacio corroboran su gusto por la acumulación de figurillas e imágenes pero, un siglo después, uno puede observarlo porque ese estudio-taller-laboratorio-despacho-cueva ha sido recreado en un rincón del Centro Cultural Conde Duque.

Poco después de la muerte de Gómez de la Serna, ocurrida en Buenos Aires, donde se exilió al estallar la Guerra Civil, su viuda donó al Ayuntamiento de Madrid el mobiliario y los objetos que acompañaron a su marido durante sus largas jornadas laborales en las que lo mismo leía que hacía artículos, ensayos, biografías y, por supuesto, sus famosas greguerías. Contemplar este despacho implica sumergirse en una creación artística. El gran cronista del circo no es, desde luego, el único que decidió hacer de su rincón de trabajo algo excesivamente singular (¿han visto imágenes de los estudios de Apollinaire, André Breton, André Malraux o Pablo Neruda?), pero éste destaca por fusionar las distintas vanguardias artísticas de su época y por ejemplificar con suma claridad la asimilación del arte con la vida.

Todo, eso sí, de manera muy recargada. O, incluso, cursi. “Lo cursi es la vida cotidiana endomingada”, escribió Francisco Umbral, quien solía visitar a Gómez de la Serna y no podía evitar quedarse anonadado en medio del particular universo confeccionado por su amigo. “Lo cursi es la mediocridad que se cree sublime. Y en los objetos que acumulamos se ve bien lo cursi que somos, que hemos sido siempre, porque unos objetos al perder función ganan poesía, pero otros al perder poesía quedan sencillamente cursis. Lo cursi quiere llenar huecos, siente horror del vacío y corrobora la vida con más vida para negar la muerte. Ramón ama lo cursi porque en los nidos de la cursilería se refugia la existencia, se almacena el tiempo, pero su amor por lo cursi es irónico y enternecido porque sabe que tanta porcelana y tanto tisú no sirven de nada a la hora de parar la muerte. Ramón ama lo cursi porque sabe que él es, precisamente, el que se ha salvado de la cursilería”.

Aquí la vista se satura al instante. En pocos metros cuadrados (y cursis) cabe “lo transitorio, lo fugitivo y lo contingente” (Charles Baudelaire dixit), lo costumbrista y lo cosmopolita, lo casual y lo premeditado. Hay, entre otras cosas, tres biombos convertidos por el procedimiento del collage y el fotomontaje en “estamparios”, jarrones llenos de canicas, un zoológico kitsch (una tortuga disecada, un sapo gigante, un leopardo, dos gatos negros, un conejo, dos pájaros, dos patos, ocho mariposas, seis golondrinas de cerámica), una calavera tallada en hueso, dos ángeles de madera, el busto de una mujer que se utilizaba para exponer joyas, un retrato de su esposa con tres cabezas, tres espejos cubistas, un par de máscaras africanas, una colección de pipas, un escritorio repleto de pisapapeles, un estante con sus obras completas (y todas sus traducciones) protegido con el cartel de “Peligro de muerte” (“por si alguien quiere llevarse mis libros”)… y el techo azul convertido en un cielo artificial con varias bolas de cristal plateadas y doradas, como si fuesen estrellas o planetas lejanos, en las que se reflejan las cosas de manera distorsionada y burlesca. Aquí, no lo duden, todo es prolífico, excesivo, hondo, casi mágico. Solo falta que en cualquier momento aparezca Ramón.

5 greguerías de Ramón Gómez de la Serna

1. Como daba besos lentos duraban más sus amores.

2. Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte.

3. Los rosales son poetas que quisieron ser rosales.

4. La luna es un banco de metáforas arruinado.

5. Los arcos de triunfo son elefantes petrificados.

ÁSS​

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