Pensar el futuro es parte de esa facultad contrafáctica del ser humano que parece distinguirlo de las demás especies. Frente a los traumas del pasado o la inercia del presente, el hombre puede intentar un salto hacia el futuro y, frente a lo que se supone inmutable, se atreve a oponer lo hipotético y lo ideal. Pese a que el futuro excede las certidumbres humanas, muchas veces, para bien o para mal, el individuo concentra su energía en este. Porque, ante la evidencia de la finitud, hay un anhelo de inmortalidad, un ansia de porvenir, detrás de las más desaforadas empresas. Así, en las hazañas bélicas, en la acumulación de bienes y poder o en la creación de pensamiento y formas artísticas subyacen diferentes modalidades de perpetuación y de apuesta hacia el futuro.
Sin embargo, el concepto de futuro no siempre ha tenido la densidad y centralidad que adquiere en la modernidad. De hecho, para historiadores como Lucian Hölscher, en su libro El descubrimiento del futuro, la noción del porvenir como guía esencial de la vida colectiva apenas comienza a instaurarse en el siglo XVI y se consolida en el XIX.
Las razones del protagonismo del futuro en la modernidad son, entre otras, la gradual extinción de los estamentos tradicionales, la mayor movilidad social, las mejoras en la salud y la prolongación de la esperanza de vida, la instauración de la democracia (con su entronización de la promesa política) y las posibilidades aparentemente infinitas de progreso económico, científico y tecnológico. Todo esto empodera al individuo, lo vuelve sujeto activo de la historia y, por decirlo así, pone el porvenir en sus manos de cocinero.
La incertidumbre que existía antaño en torno al futuro, o su congelamiento en las profecías religiosas, se convierte en autoconfianza y creencia en la capacidad humana de perfeccionarse, de sazonarse. Por supuesto, en las ideas colectivas de futuro hay mucho de ideología y ficción y no en balde el género prototípico del futuro, la utopía, adquiere a menudo la forma de novela. Por lo demás, la obsesión por el futuro no siempre produce los mejores resultados y muchas recetas supuestamente infalibles para la felicidad futura se olvidan de los seres de carne y hueso y se convierten en pesadillas. En otras ocasiones, bajo la apelación al futuro, simplemente se cocina disimuladamente una rancia vuelta al pasado.
En la actualidad, las crisis financieras, el estancamiento de muchos estratos sociales, los problemas de legitimidad y credibilidad de las democracias y las amenazas globales como el cambio climático y el surgimiento de pandemias, dibujan nuevas sombras sobre el futuro inmediato. Por eso, conviene pensar el futuro como un horizonte abierto, no como un destino manifiesto o un regreso nostálgico, y hacer una cocina del futuro que sepa integrar de manera creativa, en un mismo platillo, datos duros, expectativas realistas y pizcas de escepticismo con unos cuantos, e indispensables, trozos de esperanza.
AQ | ÁSS