Luis de Tavira: “El teatro crea los personajes de la catarsis nacional”
Braulio Peralta
Director de teatro, Luis de Tavira es también el creador que hace uso del escenario para hablarnos de Morelos, León Toral, López Velarde o Hernán Cortés. Historia e identidad de México donde los personajes se asoman y dan la cara para decir sus verdades contra la historia oficial.
—Pocos saben lo que tú sobre la Conquista de México en el campo dramatúrgico. Conoces obras que van del teatro náhuatl al presente. Pienso en Corona de fuego y Corona de luz, de Rodolfo Usigli; Los argonautas y Moctezuma II, de Sergio Magaña; La noche de Hernán Cortés, de Vicente Leñero…
Sobrevaloras lo que puedo saber sobre un tema tan complejo. Conozco las obras que mencionas, pero las recuerdo lejanas para hablar con fundamento. Sin embargo, he seguido reflexionando sobre la relación teatro e historia y de modo especial la postura antihistórica de Usigli al respecto, cuyo peor ejemplo es su obra sobre Cortés (Corona de fuego), y tal vez el mejor, su obra sobre Guadalupe (Corona de luz). O el intento de Leñero de proponer un teatro-documento mexicano, cuyos mejores ejemplos son los que dramatizan el juicio de León Toral o los procesos de Morelos. Su obra sobre Cortés sería casi la del antidocumento, por las discutibles “verdaderas historias y revelaciones”, la pérdida de la memoria o la amnesia voluntaria de los mexicanos, según lo formuló Alfonso Reyes. Sobre las obras de Magaña, la de la Conquista (Los argonautas) o Moctezuma II, tengo impresiones más bien vagas sobre casi un intento solemne y deliberadamente shakespereano de tragedia histórica. Lo que me ha interesado más recientemente es el libro de Miguel León-Portilla sobre el teatro náhuatl: una selección de pensamiento teatral, consignación de tradiciones, textos dramáticos y fragmentos que constituyen una prodigiosa visión teatral de los vencidos.
—Tú dirigiste La noche de Hernán Cortés, en 1992.
En su Cortés, Leñero quiere mostrar la relatividad de los documentos historiográficos y que, vistos así, no pueden legitimar a ninguna de las versiones oficiales del lado que sea: lo que han hecho es mitologizar para manipular a través de leyendas, blancas o negras. Como él decía, vivimos en el país donde “Nadie sabe nada” y, añadiría, tampoco quiere saber. Ese es el problema de la conciencia histórica: el talón de Aquiles de una cultura incapaz de objetivarse a sí misma, como decía Samuel Ramos. De ahí la necesidad del teatro que muy pocos consiguen entender. El teatro crea los personajes de la catarsis nacional. Por eso Ibsen decía que un pueblo sin teatro es un pueblo sin verdad. El teatro es producción de verdad; la verdad es el significado de lo real para alguien. Dice Aristóteles en su Poética que la superioridad del drama sobre la historia consiste en que mientras que el propósito de la historia es narrar lo que alguna vez sucedió, el propósito del teatro es mostrar lo que sucede siempre. Samuel Ramos decía que México es una esencia, Paz corregía y decía que no, que México es una historia y una historia de negaciones. Terciaba Usigli: ni esencia ni historia, México es una ficción y no existirá mientras no aparezca en la alta dimensión del teatro.
—Dices que “el teatro es mostrar lo que sucede siempre”, pero la historia ha ganado la partida y el teatro ha sido el olvidado del convite.
Así es. En esa partida, que solo es otro malentendido de la inepta cultura, ha prevalecido una historia que afirma sus negaciones, y al ser relegada esa especial verdad solo reservada al teatro, se ha perdido la dimensión de lo humano, que entraña la condición del espectador de su propio acontecer. Pero este es solo un episodio de un trayecto mucho más largo. La tragedia del vencido a la que canta Esquilo en Los persas posee una actualidad incomparable frente a las curiosidades que refiere la narración victoriosa del historiador Tucídides. La verdad del teatro no puede ser la misma verdad que persigue la ciencia porque entonces el teatro sobraría: Shakespeare, Lope, Schiller, Ibsen, Adamov... o Gorostiza, Gamboa, Usigli, Ibargüengoitia... Y si algunos de estos que menciono sobraran no existirían Inglaterra, Alemania, Francia...
—¿Y México existiría?
Aún pugna por ello, en la zozobra que ya advertía el poeta de la patria íntima: “Quieren morir tu ánima y tu estilo”. Como sea, entre la actualidad de la pérdida y la pérdida de actualidad aparece lo que resulta irrenunciable: hacer teatro porque sí, porque si no fuera por eso...
—Hablabas del libro de León-Portilla: Teatro náhuatl, prehispánico, colonial y moderno.
El libro póstumo de León-Portilla comienza así: “Pensaban los antiguos mexicanos que su gran dios Tezcatlipoca tenía un espejo, su tlachialoni, para contemplar en él todo lo que hacían los hombres en la tierra”. Más que el inicio de un recorrido historiográfico, lo que León-Portilla propone es una poética capaz de elucidar el impulso de una teatralidad originaria como vía de conocimiento; una teatralidad en la que, dice León-Portilla, sus creadores y espectadores “ríen y meditan; a la vez contemplan y piensan”. Ese tlachialoni prodigioso se asemeja a lo que nombra la palabra griega theatrón, mirador, asombroso artificio que nos convierte en espectadores de nuestro acontecer. El contenido de toda historia humana se agota en el sino de las culturas particulares que se suceden unas a otras, se tocan, se dan sombra, se oprimen, se asimilan o se destruyen. Mucho ha desaparecido, mucho se reinventa, algo se conserva. Ahí están vivas esas terribles “Danzas de la Conquista”, esos enigmáticos “Moros y cristianos”, esas “Pasiones”. Pero sobre todo la tradición del Teatro Guadalupano, basado siempre en el drama náhuatl Nican mopohua, una tradición ininterrumpida desde el original de Antonio Valeriano, entre aparicionistas y antiaparicionistas, desde el auto mariano de Fernández de Lizardi, el grito de Hidalgo con el estandarte guadalupano, hasta Usigli y Óscar Liera.
—Con Cúcara y mácara, ¡claro!
El mismo Usigli dijo: “Guadalupe no es adorno, es destino”. Si hay algo a lo que podríamos llamar Símbolo Nacional, porque es capaz de integrar en una igualdad tal diversidad como la mexicana, ese símbolo es Guadalupe. Por otra parte, el teatro es el arte de la peripecia, el espectáculo que con mayor hondura puede ofrecer a la conciencia la experiencia de la más cabal ley de la historia. Un teatro capaz de representar las cosas como son es un buen teatro. Será mejor si además muestra las causas del sufrimiento de la mayoría y será aún mejor si muestra que el cambio es posible y que la desdicha pudo evitarse, porque así nos devuelve la esperanza. Desde los años noventa los zapatistas, como hoy la pandemia, nos recuerdan que los actores y las actrices se enmascaran para desenmascarar la impostura de las historias oficiales.
David Olguín: “La verdad del teatro es la del choque de subjetividades”
Roberto Pliego
El 12 de agosto, en el teatro El Milagro, David Olguín estrenó 1521: la caída, 22 monólogos que terminan conformando una visión plural y contrastante de la Conquista. Son cuatro programas, que se presentan como si fueran cuatro montajes distintos, pero en un mismo espacio y con la misma organización escénica. Inicia con los augurios sobre el regreso de Quetzalcóatl y cierra con la derrota del imperio azteca. Con una mezcla de actrices y actores jóvenes y otros de amplia trayectoria, y con iluminación y escenografía de Gabriel Pascal, la obra teatral —que permite el encuentro con el público— llama a una postura a contracorriente de las verdades absolutas.
—¿Hablamos de una obra histórica, de una recreación o de una puesta inclinada hacia la ficción?
Es una obra que tiene sin duda un marcado fundamento histórico en la medida en que los monólogos hacen el esfuerzo por retratar el contexto y la idiosincrasia de los personajes que hablan, y eso implica una subjetividad lo más fundamentada posible, una batalla de documentación. En ese sentido, es histórica. Pero, como enseña Marcel Schwob en Vidas imaginarias, no es lo mismo la ciencia de la historia que la ficción literaria, la nervadura invisible de la hoja de la historia.
Pongo un ejemplo: el de un conquistador que viajó con Juan de Grijalva en sus dos incursiones de exploración hacia la península de Yucatán, Benito el Panderetero. Se sabe que bailó para los totonacos. Y lo sabemos porque se incorporó al ejercito de Cortés, un hecho que consignó el cronista Juan Álvarez. Ahí está ese único dato, ese hombre del que no sabemos nada más y que ni siquiera menciona Manuel Orozco y Berra. Así que me aventé la tarea de construir al personaje desde la posibilidad de la ficción.
—Ese riesgo llega incluso a darle voz y acción a los animales y a ciertas divinidades.
Ahí está La Rabona, uno de los caballos que llegaron con Cortés; está una lebrela, que los españoles usaban para intimidar a sus enemigos; está un guacamayo totonaco y una lagartija. Podemos hablar también de Santiago Apóstol, del que Bernal Díaz del Castillo asegura que se apareció en la batalla de Cintla, y de la Coatlicue. Así que me gusta pensar en un mosaico que aglutina muy distintas voces en el que no faltan las de rigor: Hernán Cortés, Moctezuma II, Malintzin, fray Bartolomé de Olmedo y Bernal Díaz del Castillo. Asimismo, presento personajes poco conocidos: Juan Garrido, un angoleño del que se dice que fue el primer panadero en estas tierras luego de que Cortés le regaló tres granos de trigo; María de Estrada, una feroz guerrera española, de la que se cuenta incluso que enfrentó a Pánfilo de Narváez y llegó a vencerlo; capitanes mexicas, mujeres anónimas que sufrieron el sitio de Tenochtitlan y ocuparon el sitio de los guerreros caídos. La idea es que cada uno de los monólogos se integre a los demás y establezcan un contrapunto. Creo que la naturaleza del teatro es mostrar las verdades en conflicto y evitar los puntos de vista maniqueos que la actualidad está propiciando.
—Entiendo que en 1521: la caída hay lugar para aquellas figuras cuyos nombres se han escrito con minúsculas.
Eso es algo que me interesaba mucho pues esos personajes dan la mayor posibilidad de ficcionalizar, más allá de que casi todos tienen fuertes raíces historiográficas. Cortés, por ejemplo, no aparece sino hasta el cuarto programa, cuando Tenochtitlan ya se encuentra bajo asedio. Lo mismo sucede con Bernal Díaz del Castillo, a quien ubico al final de sus días, en la Audiencia de los Confines.
—Quiero creer que no es una obra que sólo mire hacia el pasado sino que también se dirige a nuestro presente.
El gran reto de escribir estos monólogos era cómo encontrar un código, una matriz, de un habla que tuviera el espíritu de aquellos tiempos, de aquella gente, pero desde el español que hablamos estos días en México. Quiero decir que intenté construir puentes que comunicaran nuestra actual condición humana con la de aquellos hombres y mujeres.
—¿Podemos hablar de una tradición teatral que se inspira en la Conquista?
Para todo dramaturgo es un reto entrarle a ese momento histórico, un momento definitorio de nuestra constitución como nación. No somos ni un bando ni somos los pueblos originarios; somos otra cosa, pero ahí están nuestras raíces. De suyo, ofrece una galería fascinante de personajes, conflictiva a más no poder. No estoy en la línea de la antihistoria ni del panegírico que hizo Rodolfo Usigli. Creo que soy más un desacralizador que hace ejercicios de reconstrucción que son también literarios.
—¿Cuál es la verdad del teatro frente a un hecho histórico como la Conquista?
La verdad del teatro es la del choque de subjetividades: quién es tu enemigo, quién es tu aliado, un enfrentamiento de naturalezas humanas. No hay más que verdades parciales. Un fenómeno que siempre invoca el teatro cuando trata con personajes de carne y hueso es el de las preguntas que nos hacemos a cada momento: qué decidimos, por qué camino optamos. Hay una frase de Stephen Dedalus, el personaje del Ulises de Joyce, que siempre me ha gustado: la historia es una pesadilla de la que me quiero despertar. La Conquista es un momento en el que formas de vida, formas de gobierno, fueron destruidas, y eso me parece fascinante como estímulo teatral.
AQ