La culpa de Prometeo

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El titán independizó a la especie humana de la gracia o desgracia de los dioses, pero a cambio de otra dependencia: la técnica.

Prometeo encadenado a la roca con Etón, el Águila del Cáucaso. Óleo sobre lienzo. Venecia, siglo XVII, anónimo. (Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Es culpa de Prometeo, que independizó a la especie humana de la gracia o desgracia de los dioses, pero a cambio de otra dependencia: la técnica. Según Esquilo, no sólo fue el fuego sino prácticamente todo: “Los transformé —dice Prometeo— de niños tiernos en seres racionales. Veían sin ver, oían sin oír; ignoraban las casas de ladrillos, la carpintería, no adivinaban las estaciones. Yo les enseñé a usar el criterio y a prever los tiempos, les enseñé los números y las letras, y desde entonces se entienden con las musas...”

El recuento de Prometeo no es solamente la constatación del pobre animal humano en estado de naturaleza. Esquilo ha dejado una oración ritual: aquello que nos hace humanos no nos viene de naturaleza sino de oficio y artificio. La especie no habría sobrevivido sin alguna intervención externa y artificial. Aquello que nos hace humanos nos separa también del mundo, de modo irreversible. La conciencia es de suyo una separación respecto del acto: “si los hombres fueran hombres como las lagartijas, lagartijas /merecerían ser mirados”, se lamenta D.H. Lawrence. Y es que no es lo mismo simplemente actuar que tener conciencia del acto que se lleva a cabo. Las lagartijas no pierden ni tiempo, ni ser, siendo lagartijas. A nosotros nos retrasa la conciencia. Leibniz dice que no existe el mal en los animales porque carecen de conciencia, pero en nosotros es constante: pensar y actuar no pueden ser simultáneos. La conciencia nos retrasa de nuestro estar en el mundo: el mal es un retraso del ser.

Muchos filósofos y hombres de ideas han creído sinceramente que podemos habitar el mundo bajo la sola especie del pensar. Falso: existe el acto puro —por ejemplo, en esas reacciones de emergencia, cuando el cuerpo actúa como lagartija y esquiva el daño, o se cubre órganos vitales sin que el pensamiento haya deliberado nada, o en algunos deportes, como el box, en que pensar es perder— pero no el pensamiento puro. Y existe una mezcla muy difícil de describir, pero que todos habitamos: dos formas distintas del conocimiento que concurren a un tiempo, como cuando picamos cebolla mientras conversamos sobre cualquier asunto abstracto (una divergencia) o, más peculiarmente, cuando necesitamos que coincidan dos distintos sistemas de conocer, como sucede en los oficios. Todo carpintero reconoce que, al resolver un problema, recurre a una forma saber que imagina cosas y se ve precisado a hacerlo coincidir con una información que sólo puede provenir de las manos. Entre uno y otro hay un puente de solución que se organiza por pasos, o no funciona. La elucubración mental puede poner dos tablas en ángulo y supone que ha resuelto el problema; las manos saben que esa unión no funciona, que requiere otras medidas y muchos cortes porque tiene que hacerse con caja y espiga. Que el artefacto quede bien depende mucho más de la destreza y los secretos que hayan aprendido las manos que del recto e ingenioso pensar. Hay “maestros” artesanos, albañiles, herreros, que ni siquiera requieren el concurso del pensamiento ni imaginativo ni analítico: saben. Y hacen. Y de este saber productivo, mucho más que de la ciencia, han surgido las grandes transformaciones e innovaciones del progreso.

Entre la pura acción y la deliberación hay un desfasamiento. Aristóteles (Ética a Nicómaco, VI, 1440a-b) explicó los dos modos y, con explicarlos, dejó fuera la perplejidad y la ruptura entre actos y pensamientos: “lo que sabemos con ciencia no admite ser de otra manera”, pero “de las cosas que pueden ser de otra manera, unas son del dominio del hacer, otras del obrar” —es decir, unas son trabajo productivo y, otras, comportamiento—. Algunos de nuestros actos, los deliberados, son el objeto de la ética, pero la otra forma de acto, el hacer, la producción técnica, nuestro legado de Prometeo, en tanto produce riquezas y progresos, se convierte necesariamente en política de Estado. Y la fractura se vuelve a abrir: también hay una línea de sombra, una disociación irreparable entre la ética y la política y siempre quedarán zonas indecidibles. Simplemente, no se puede construir una desde la otra. Queda siempre una disociación y la herencia de Prometeo es nuestra parte maldita: no podemos dejar de innovar, inventar, transformar, y nunca lograremos empatar una ética con una política. El mal es nuestro compañero de viaje.

AQ

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