Partir de la literatura para perforar una realidad gangrenada por la muerte tremebunda y desnudar el engranaje que imposibilita hacer la experiencia de la vida, resulta a la vez un atrevimiento metodológico y una propuesta lingüística para un ensayo que debe caer (a la fuerza) bajo las exigencias de las Ciencias Sociales.
En su nueva reflexión acerca de la demolición masiva de una parte de la Humanidad, José Manuel Valenzuela Arce nos sumerge en una de las pesadillas acalladas de nuestra época, la de los crímenes sistémicos y permanentes de jóvenes, llamados “juvenicidio” en “necrozonas”, o sea territorios marcados por “la interminable crónica de lo inhumano” (1) , como dijese André Malraux, y fabricados por heterogéneas formas y prácticas de precarización de la vida cotidiana. El análisis expuesto, a la vez fulgurante científicamente y poderoso emocionalmente, establece, desde el norte hasta el sur de las Américas, un historial de la estigmatización y de la discriminación que lacraron y siguen lastimando los movimientos juveniles tanto en su resistencia a la imposición y su derecho a la insurrección como en su potencial de idear libremente sus movedizas identidades y de construir saberes singulares, frente a la impericia de los “mayores” a distorsionar y transmutar el derrotero vandálico de nuestro mundo que una minoría de ellos fabrica y hace sufrir a muchos.
Con un ritmo in crescendo, el cual coagula la escalada de lo ominoso y su labor de desfiguración de las existencias, Valenzuela Arce ensancha el campo de la necropolítica del historiador camerunés Achille Mbembe, prolongando el decidir soberano de quién podrá vivir y de quién deberá morir (precozmente) hacia las preguntas siguientes: ¿Cómo se puede vivir y cómo se puede morir hoy en día en ciertos territorios latinoamericanos, cuando uno, una es joven? ¿Cómo se vive y se muere brutal y cruelmente? ¿Cómo y para qué sucede?
Entre diálogo y debate, el libro La danza de los extintos. Juvenicidio, violencias y poderes sicarios en América Latina replantea, entre otras y con el acompañamiento de la interseccionalidad, las teorías de Michel Wieviorka que examinan las lógicas de aparición y de desarrollo del odio y de la violencia; las de Hannah Arendt que desgranan el funcionamiento del totalitarismo y abogan por la acción tenaz del pensar como escudo contra la barbarie; las de Michel Foucault que inspeccionan la violencia de la soberanía cuya matriz es “hacer vivir y dejar morir”; las de Giorgio Agamben que se interrogan sobre esta política que se ha arrogado el poder total y omnímodo sobre la vida; las de Julia Estela Monárrez Fragoso sobre los asesinatos metódicos y codificados de mujeres en cuyos cuerpos expropiados los agresores trazan las fronteras de género…, con la finalidad de conceptualizar una palabra inconcebible en el horizonte de lo vivo, pero enraizada en la realidad escandalosa de la destrucción absoluta: el “juvenicidio”.
“El juvenicidio, como expresión de violencia sistemática y persistente que arrebata la vida de las y los jóvenes”, explica Valenzuela Arce, “refiere a un acto límite precedido por diversos procesos de precarización que definen la Iuvenis sacer y al igual que el feminicidio, implica la conjunción de varias identidades desacreditadas, pero también implica violencias que operan como antesalas de necrozonas o zonas de muerte, sitio extremo donde convergen el feminicidio y el juvenicidio” (2). El juvenicidio se inscribe en vidas saturadas de humillaciones, descalificaciones y de sufrimientos organizados e impulsados por diferentes controles de poderes políticos y sociales, y tiene como caldo de cultivo la precariedad, definida por el filósofo Guillaume le Blanc como “la posibilidad social de una no-vida del actuar creador presente en cada vida ordinaria” (3). La danza de los extintos, sin embargo, se niega rotundamente a ser un “cuenta muertos/muertas” (4), sino más bien, insisten el sutil prólogo de Alfredo Nateras Domínguez igual que, a modo de postfacio, el hondo y, sí, afectivo conversatorio con Andrea Bonvillani y Macarena Roldán, un cuestionamiento sobre lo que permite que sean asesinados impunemente, y a diario, jóvenes así como un manifiesto de regreso urgente a la vida habitable, digna y soportable.
Al respecto, este trabajo de interpretación y de comprensión de las condiciones de precarización de la vida que propulsan hacia muertes atroces y abyectas, y de oportunidades de reconquista hacia la luz, no se amuralla en un soporte estrictamente académico; también apela a la estética, a las pulsaciones y al corazón de la literatura. José Manuel Valenzuela Arce sabe que solamente ciertas técnicas de escritura son capaces de hacernos experimentar y sentir situaciones difíciles, inasequibles de otra manera. En medio de la anáfora de “los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada” de Eduardo Galeano que sirve de epígrafe general y de metáfora continuada para personalizar las vidas sacrificables y desechables, y del cuento gótico de Edgar Allan Poe, La máscara de la muerte roja (1842), respaldado por La peste (1947) de Albert Camus con la meta de alegorizar una muerte contagiosa que no cesa de contaminar la vida, una voz autobiográfica se desliza en la tiesura de la demostración científica donde el autor-investigador, en calidad de individuo, medita a propósito de su propia singularidad y de su relación con la huella imborrable del horror. Ahí, la retórica y las fuentes literarias fungen como procederes de plasticidad de un decir aún y siempre probable, por muy insatisfactorio que sea, en donde las Ciencias Sociales, por la tecnicidad de su lengua especializada, se quedan con un lenguaje huérfano.
En consonancia con la escritora Sandra Lucbert, Valenzuela Arce “da ojos a su pensamiento” gracias a la combinación y a la elasticidad de palabras que van a escudriñar con lupa recorridos personales empujados al extremo, y aquí a la extrema violencia. Se trata, entonces, de “ver en prosa” (5) para superar la palabra asesina, re-avivar el timbre de nuestra indignación e implementar nuestra facultad de objeción mediante la liberación de lo imaginario, el montaje dramático de encuestas, de testimonios, de estudios, y una adjetivación que enriquece la semántica de vocablos degradados por la dictadura comunicacional.
El título mismo La danza de los extintos compendia un propósito elegíaco por el cual transitan “la danza de la muerte”, un motivo artístico popular que remite al triunfo inamovible de la muerte sea cual sea nuestro estatus social, y Si esto es un hombre (1947), el diario de deportación de Primo Levi que narra la realidad terrorífica del lager donde los seres expulsados de sus historias individuales, despojados de su identidad y de su cuerpo, entran como “desechos” en el tiempo del desposeimiento. Estos dos hilos conductores nos recuerdan que la muerte desatada, fruto de una portentosa inhumanidad, sigue su camino, la cual no se contenta con acabar con la vida, sino “extinguirla”.
“Extinto” viene del latín “extinguere” que significa “hacer morir”, “hacer desaparecer”, “borrar”, “exterminar” (6), pero como buen oxímoron, nos invita, asimismo y en una de sus primeras acepciones, a “apagar el incendio”. En este infierno que puede ser la vida, José Manuel Valenzuela Arce, desde “las noticias del desastre” (7), nos convoca a pesar de la inclemencia imperante a una nueva poética del vivir y del convivir.
(1) André Malraux, citado por Henri Scepi, en “Préface”, L’espèce humaine et autres récits des camps, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, París, 2021, p. X.(2) José Manuel Valenzuela Arce, La danza de los extintos. Juvenicidio, violencias y poderes sicarios en América Latina, Editorial Universidad de Guadalajara, El Colegio de la Frontera Norte, Colección Episteme, 2022, pp. 64-65.
(3) Guillaume le Blanc, Vies ordinaires. Vies précaires, Seuil, París, 2007, p. 51.
(4)José Manuel Valenzuela Arce, op. cit., p. 216.
(5) Entrevista con Sandra Lucbert, en Le Média [https://www.youtube.com/watch?v=4QI8neQkbRI], 28 de septiembre de 2020.
(6) Félix Gaffiot, Dictionnaire Latin-Français (1934), Editorial Hachette, París, 1988, p. 638.
(7) Expresión del poeta Leopoldo María Panero.
AQ