Provecho de Montaigne

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En 'La diplomacia del ingenio', Marc Fumaroli explora esa época del clasicismo francés en que el ensayo, los epistolarios, las memorias o el aforismo, se convirtieron en un modelo de conversación social.

Michel de Montaigne, 1533-1592. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

El lenguaje estridente de la pugna política contemporánea contagia, pasa de la pantalla de la computadora a la comida familiar a la alcoba, y uno se pregunta cómo amansar esa inflamable dictadura de la diatriba. En su libro La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine (Acantilado, 2011), Marc Fumaroli señala que, durante la época del clasicismo francés, los diversos géneros prosísticos, nuevos o menores, como el ensayo, los epistolarios, las memorias o el aforismo, se convirtieron en un modelo de conversación social. En efecto, este tipo de escritura no sólo imitaba los giros de la charla entre personas honestas, sino que establecía patrones sociales para esa actividad. Como la buena conversación, la prosa debía ser clara, precisa y servir para orientar el buen uso de la lengua, socializar, negociar y llegar a acuerdos esenciales. Para Fumaroli, en un ambiente altamente polarizado, estas formas prosísticas abiertas sirvieron para promover el entendimiento y la civilidad y para hacer de una sociedad dividida por las guerras sucesorias y de religión un paradigma de universalidad. Los grandes prosistas crearon una manera de discutir y un arte de la conversación (al hablar es posible conocer y entender, no necesariamente avalar, distintos argumentos) que sería esencial para la vida civil francesa y europea. Con este termómetro estilístico y esta modalidad de charla, la nación francesa logró dirimir temporalmente sus diferencias y convertirse en una de las cunas de la Ilustración.

Montaigne es definitivo en esta constelación de autores. Este hombre, aquejado por la muerte de su mejor amigo y único interlocutor, se refugia en la escritura y la vuelve un vehículo idóneo para proseguir la conversación. Inventa entonces un género curativo que evita el aislamiento enajenante, la melancolía destructora o el fanatismo furioso y que aspira a la comprensión del otro, mediante la observación de sí mismo y la confidencia de buena fe. El énfasis en el “yo” de Montaigne constituye, más que una expresión de egocentrismo, una apelación a la unidad de lo humano, una búsqueda de coincidencias en los terrenos poco explorados de la vida ordinaria y la conciencia, una urbanidad literaria y vital que busca evitar tanto el monólogo flamígero como el griterío ininteligible. Montaigne se vuelve empático mediante la más penetrante introspección y la más valiente (y elegante) confesión. Así, la prosa sociable, como el ensayo, cauteriza heridas, rehace tejidos y tiende puentes, al renunciar al soliloquio militante o pedagógico. “Yo no formo al hombre, yo lo cuento”. Al presentarse sin máscaras, de cuerpo entero, Montaigne trata de propiciar un encuentro que no se base en la creencia heredada o la opinión infundida, sino en la autenticidad y la libertad interior. Creo, acaso ingenuamente, que la mesura, ingenio y capacidad de apertura de Montaigne, en su tiempo y ahora, pueden ayudar a apaciguar ánimos y acercar voluntades e inteligencias.


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