La electricidad como ciencia biológica

Reseña

En su libro El arco iris invisible (Atalanta, 2021), el matemático Arthur Firstenberg expone sus ideas sobre efectos nocivos de la radiación electromagnética en los seres humanos.

Portada de 'El arco iris invisible', de Arthur Firstenberg. (Atalanta)
Silvia Herrera
Ciudad de México /

Las sabias abuelas advertían a las madres primerizas que no pusieran a sus hijos recién nacidos frente a la televisión porque se les iban a dañar sus ojos; las hijas que les aprendieron algunas cosas, a su vez, alertan que si alguien va a calentar un alimento en el horno de microondas no deben ponerse enfrente de él; ahora, se pide no guardar el celular cerca del corazón o en la bolsa del pantalón para evitar malestares. Estas voces de alerta continúan sin ser tomadas en cuenta pues aún se les considera simples supersticiones, pero como lo muestra el matemático Arthur Firstenberg en su libro El arco iris invisible (Atalanta, 2021) hay fundamentos científicos que avalan tales ideas. Subtitulado Una historia de la electricidad y de la vida, su originalidad radica en que no se le aborda desde un punto de vista físico, sino en cuanto “ciencia biológica”.

El arco iris invisible del título designa las radiaciones y rayos que nos rodean, las cuales, por nuestras limitaciones corporales, no podemos ver, “pero nuestro cuerpo sabe que esos colores están ahí”. Firstenberg dejó la medicina tras recibir una sobrecarga de rayos X y lleva treinta años dando conferencias sobre los efectos nocivos de la radiación electromagnética en nuestro cuerpo. Él padece la enfermedad llamada “sensibilidad eléctrica” o “hipersensibilidad electromagnética” (aunque una persona mencionada en el libro que la sufre considera que no es una enfermedad). Dolor de cabeza, enrojecimiento del rostro, dolor de piernas, falta de sueño, arritmias, temblores severos y mareos son algunos de los síntomas que padecen estas personas por su cercanía a los teléfonos celulares, computadoras y áreas donde hay antenas. Lo anterior se refiere a lo que sucede en nuestros días, pero como lo expone Firstenberg en su libro, la electricidad asimismo se encuentra asociada a una serie de “enfermedades de la civilización”, como él las califica y que antes no existían o eran muy raras: la neurastenia, la gripe “en su forma actual”, la diabetes, la cardiopatía y el cáncer.

Todo comienza cuando se domestica la electricidad con la botella de Leiden a mediados del siglo XVIII. Llegó simultáneamente —las expresiones son del autor— como un “niño prodigio” y un enfant terrible, y desde el principio quienes hicieron posible este contacto advirtieron que sus “descargas podían dejarte sin respiración, pudrirte la sangre y hasta paralizarte” (en la reciente película de Guillermo del Toro, el personaje femenino que trabaja en el circo haciendo un acto con ella, menciona cómo sentía cuando la recibía), pero fue tal la novedad que la gente ignoró los avisos de alarma y hacían “cola impacientes para darse el placer de la electricidad”; hubo científicos que hicieron escarnio de las objeciones de los primeros investigadores. De las botellas de Leiden se hicieron modelos portátiles para el hogar que se compraban como si fueran juguetes.

Pero con todo y los peligros que entrañaba, la electricidad tuvo un eficaz uso médico en enfermedades del sistema nervioso, la piel, la sangre, para practicar abortos y hacer más rica la tierra; sin embargo, no faltaron los farsantes y en algún momento cualquiera que pudiera adquirir un aparato podía convertirse en un “terapeuta eléctrico”, con los riesgos que esto conllevaba a la población. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, en el campo de la audición se consiguieron grandes resultados empleando electroterapia.

Un descubrimiento fundamental, que nos lleva al objetivo de Firstenberg, es que los daños provocados por la electricidad no solo se causaban por transmisión directa, sino también debido al campo que formaba por su uso. Esto lo descubrió el abate francés Jean-Antoine Nollet en 1753 experimentando con animales, plantas y humanos. Él fue el primero “que informó de los efectos biológicos de la exposición a un campo de corriente continua, el tipo de campo que según la ciencia moderna no produce ningún efecto”. En el siglo XVIII, haciendo eco de Newton, los científicos no dudaban del papel de la electricidad en la vida. A finales de ese siglo, se enfrentaron dos posiciones en Europa que provocaron que la ciencia sufriera “una crisis de identidad”. Los italianos Luigi Galvani y Alessandro Volta fueron los protagonistas; el primero defendía la tesis de la electricidad animal, mientras que el segundo la electricidad de los metales. Esta confrontación, para Firstenberg, trascendía la cuestión científica, y lo que verdaderamente se ponía en juego era la “lucha existencial” entre dos siglos cuyos contrincantes eran el mecanicismo y el espíritu. La posición de Volta triunfó, lo que trajo como consecuencia la consolidación de la Revolución Industrial. Si, de acuerdo con el científico italiano, la electricidad no tenía relación con la vida, no podía causar perjuicios. Aunque posteriormente se confirmó la relación entre la electricidad y la vida, la posición mecanicista se ha mantenido y se ha visto reforzada por la defensa que hacen de ella las grandes empresas tecnológicas de comunicaciones.

Retomando lo que se anotó sobre el daño que produce el campo eléctrico, resulta evidente que las enfermedades de la civilización mencionadas antes hayan surgido cuando a partir del siglo XIX comenzaron a instalarse el cableado telegráfico, telefónico y eléctrico y las antenas. Un ejemplo ilustrativo es el de las epidemias de la gripe en su forma actual, es decir, alejada de síntomas la mucosidad. La primera epidemia, ocurrida en 1889, estuvo ligada a la electrificación masiva en las ciudades (la neurastenia igualmente aparece en este periodo). En 1917, con la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial, el gobierno invirtió en un programa para que su ejército tuviera aparatos de comunicación más avanzados. La llamada “gripe española”, que no surgió en ese país, apareció en esos años cuando se instalaron arcos en sus buques e instalaciones navales para comunicarse por radio; las hemorragias fueron su principal característica. Otras dos pandemias de gripe ocurridas en 1957 y 1968 igualmente están ligadas a la aparición de nueva tecnología eléctrica. La primera se conecta con el radar, mientras la segunda con los satélites. Concluye Firstenberg: “En cada caso —1889, 1918, 1957 y 1968—, la envoltura eléctrica de la Tierra (…) se vio súbita y profundamente perturbada”.

Con el cáncer, en sus diferentes manifestaciones, podemos establecer las siguientes correlaciones: Firstenberg habla en general de tumores malignos producidos por el cableado telegráfico y las ondas de radio AM; el melanoma maligno se asocia con las ondas de FM; tumores cerebrales producidos por el uso de los celulares; sorprendentemente, observa el autor, el cáncer de pulmón no únicamente está ligado al consumo del tabaco sino también a la electricidad; vivir cerca de antenas y torres asimismo puede originar el cáncer.


En 2010 Arthur Firstenberg demandó a su vecino por daños y perjuicios al "negarse a apagar su teléfono móvil y otros dispositivos electrónicos". (Chelsea Green Publishing)


Así llegamos, en nuestra época, a la aparición de la “sensibilidad eléctrica” o “hipersensibilidad electromagnética” entre los seres humanos. El rechazo a que el “arco iris invisible” sea el causante de enfermedades y daños continúa. Ilustrativo es el caso del investigador sueco Olle Johansson, quien formó parte del prestigiado Instituto Karolinska. Cuando él comenzó a estudiar la relación entre el daño cutáneo y la exposición a la pantalla de las computadoras, sus colegas no tardaron en minimizar sus resultados, argumentando “que quienes se quejaban de dermatitis por exposición a las pantallas estaban imaginando los síntomas, o padecían alguna aberración psicológica debida a la menopausia, o estaban seniles, o carecían de cultura o eran víctimas de condicionamiento pavloviano”. Por sus estudios, llegó no solo a ser amenazado de muerte, sino que incluso fue víctima de un atentado. A pesar del peligro que corría, Johansson siguió realizando su trabajo. Firstenberg concluye que la lucha contra los intereses de las grandes compañías tecnológicas debe mantenerse; suman alrededor de cien millones de seres humanos los que tienen el derecho a pedir a los vecinos que apaguen su celular y su wifi, sin olvidar la amenaza a la naturaleza.

​AQ

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