La fugaz memoria | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres

Afuera vemos revisiones, cambios de la memoria que se pinta de otro color o de plano se clausura: el pasado, se dice, no fue como se imaginó hasta ahora.

Construcción de una réplica del Templo Mayor en el Zócalo de la Ciudad de México. (Foto: Eduardo Verdugo | AP)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Quizá es que ya se acaba el mundo y por lo mismo, muchos evocamos y escribimos y damos vueltas a la memoria como quien hace maletas buscando no olvidar lo indispensable. Quizá será porque algo se clausura que estamos ocupados en la huella, en el rastro difuso y raro que quizá encontrarán de nosotros unos seres que lograrán vivir en Marte o en un lugar lejano. Algo ya no será como ha sido hasta ahora y no acabamos de imaginar lo que sigue: pasado mañana será ciencia ficción, anteayer fue novela histórica. Y el tiempo de hoy no termina de pasar para que llegue lo nuevo o el cada vez más improbable retorno.

Por algo será que muchos autores coinciden en la escritura de memorias o novelas memoriosas. Hay un límite que se percibe y despierta una necesidad de recapitulación. Lo escribo pensando en varias novelas aparecidas en estos meses: por ejemplo, Días de tu vida, el libro en el que Barbara Jacobs escribe las palabras de su hermana como un virtuoso y duro homenaje; o El invencible verano de Liliana, la novela de Cristina Rivera Garza dedicada a su hermana asesinada, en la que la autora salda la cuenta de una vida. En un registro distinto, Jorge F. Hérnandez relata en la muy conmovedora Un bosque flotante la infancia en Estados Unidos con May, la madre que, justamente, ha perdido la memoria. Y una madre que se va en motocicleta con su amante es la que detona la novela deslumbrante de Rosa Beltrán, Radicales libres, donde desfilan ante nuestros ojos sorprendidos, como en una película, tres generaciones de mujeres con México y la ciudad de fondo. Novelas escritas con la fuerza de la incertidumbre, que señalarán el color de una época del país y de nuestra literatura.

Y afuera, en lo público, vemos revisiones, cambios de la memoria que se pinta de otro color o de plano se clausura: el pasado, se dice, no fue como se imaginó hasta ahora. Y se vuelve a contar la historia como si fuera fácil olvidar que antes también se había vuelto a contar y recontar. Sobre el zócalo que construyeron los españoles encima de las pirámides, se asienta ahora una pirámide de cartón, frágil como una mala memoria que intenta desvanecer las cosas con su peso más que ligero. Encima, espectáculos que hacen pensar en otros años veinte, en épocas expresionistas, futuristas y nacionalistas, pasados redivivos. Y eso que no ha llegado todavía el 16 de septiembre: ¿será que al final coronarán a Iturbide?

¿Dónde dijo Jules Rénard que si viviera otra vez, “quisiera que la vida fuera como ha sido hasta hoy, solo que abriría un poco más los ojos”? Quizá no quede otra que fugarse hacia adelante, muy hacia adelante, y abrir los ojos muy grandes, para no perderse en el bosque.

AQ

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