Unos resentidos de un lado, machistas y violentos, feligreses de un poder que no acepta cuestionamientos de mujeres, gente de piel oscura o de sexualidad extraña. Del otro, pequeñas hordas histerizadas, muy encumbradas y preparadas, pero más susceptibles que un suspiro y más intolerantes que Savonarola, lo mismo lloran al oír ciertas palabras, que linchan a quien las pronuncie.
Desde luego que está en juego el rezago de una justicia que existía en papel, pero negada de facto. Sabemos también que la humanidad es tonta, rejega y viciosa, pero progresa pese a sí misma: las exigencias actuales de esos que los tradicionalistas gringos llaman snowflakes (cristales de hielo tan delicados que no pueden ni tocarse sin que se deshagan en agua) dejarán su huella en el camino del progreso si logran asirse a una sensatez básica y a una lógica que parece alejárseles.
- Te recomendamos Tras la huella de Mandela Laberinto
Siempre habrá radicales, aunque cambien sus feligresías. Hace un siglo se trataba de pleitos locales, pero la globalización cambió el juego y ahora el mundo imita, como si las gozara, las más bajas disputas de los gringos, al grado de que 150 intelectuales hallaron necesaria una carta, publicada originalmente en Harper’s Magazine, que se ha reproducido en otros lados; en español, en Letras Libres. Es una extraña arenga en favor de la mesura argumental y la sensatez. Dicen: “Rechazamos cualquier falsa elección entre la justicia y la libertad, que no pueden existir una sin la otra”. Y está muy bien, porque justo ese parecía el divorcio entre las facciones políticas del siglo XX y no pocos asumían que no era posible tener ambas al mismo tiempo y supusieron una simetría excluyente entre ambos conceptos.
Si la violación de un derecho es injusticia, también la violación de la libertad es injusticia. De ahí, ingenuamente, creeríamos que la libertad existe dentro del ámbito de la justicia; pero no es así de simple: sólo puede cometer injusticia una persona (moral o física) con voluntad propia, y eso supone una libertad real, de modo que la libertad precede a la justicia. La línea que parecía clara se transforma en una telaraña inextricable: una idea es necesaria para la otra.
Los firmantes de la carta abogan por restaurar los principios básicos de la Ilustración: una voluntad autónoma, una responsabilidad personal sobre dichos y hechos, y asumir que los principios rectores deben ser enunciados bajo la forma de la universalidad. Y aquí se enloda el asunto para las nuevas generaciones, tanto los defensores de jerarquías y poderes como los snowflakes. Los ingredientes ilustrados son antiguos, pero la combinación es nueva; principios sacados de los libros de ética, convertidos en políticas. Nada fácil… porque las virtudes no hacen buenos principios jurídicos: se puede obligar a la gente a no cometer crímenes, pero no a la santidad.
El libro reciente de Steven Pinker, En defensa de la Ilustración, porta al frente un epígrafe de Baruch Spinoza: “Aquellos que están gobernados por la razón no desean para sí mismos lo que tampoco desean para el resto de la humanidad”. ¿Por qué enunciarlo desde la negación? La Ilustración, como buena hija del Racionalismo, supo siempre que formular leyes opera de modo preciso cuando niega y brumoso cuando afirma. La enunciación por vía negativa es susceptible de convertirse en principio jurídico y vigilancia pública; la afirmación complementaria es el programa de una bondad inoperable. La Revolución francesa es primogénita de la Ilustración, pero aunque su triple divisa fuera gemela de la lógica ilustrada, el resultado fue catastrófico: Libertad, Igualdad, Fraternidad. ¿Cómo oponerse a objetivos tan nobles, a sentimientos tan humanos? Y sin embargo, el buen corazón desembocó en degollinas, cultivo de odio y resentimiento.
Las definiciones, en general, deben ser afirmativas para ser válidas; pero la ley, aunque se vista de dádiva, es una prohibición, y su lógica halla lugar en la negación. Hay códigos mixtos: “no robarás” convive, en el decálogo judeocristiano, con “amarás a Dios”. Ambas son fallidísimas: la prohibición de robar ha existido desde milenios, y se mantiene verdadera a pesar de que no se cumpla. En cambio, amar a Dios es una expresión de voluntad salvadora, pero cuando algún gobierno ha intentado darle carácter de ley vigente, no quedan sino pilas de cadáveres. El caso es que la socorrida técnica jurídica no sirve para impulsar el bien. Solamente sirve en la prohibición del mal, y eso como técnica, no como práctica.
SVS | ÁSS