No hemos concluido aún la segunda página de La mala costumbre de la esperanza (Literatura Random House, México, 2018) y ya vemos a Bruno H. Piché queriendo derramar unas lágrimas por Edward Guerrero, condenado a cadena perpetua en una cárcel de Michigan por violar a tres mujeres —de 19, 17 y 25 años— entre el 20 y el 31 de octubre de 1971. Y unas horas después hemos llegado casi a la mitad de esa “novela de no ficción” y apenas hemos tenido noticias de ese Edward Guerrero, quien presuntamente aparece como el imán de nuestra atención. A quien sí seguimos, en cambio, pues ha decidido representar el papel de una indiscreta omnipresencia, es al propio Piché, narrador, testigo y protagonista de sí mismo. De él sabemos muchas cosas. Sabemos, por ejemplo, que vive y trabaja en Detroit, es diabético y sufre episodios depresivos, lamenta la indiferencia temprana de su padre, se ha enemistado con su hermano y no tiene descendencia. Se diría pues que Guerrero no es sino un pretexto para la autoconfesión.
La novela sin ficción prolifera en la escena mexicana como los bloqueos en las autopistas o la roña en las plantas de café. No hay nada que hacer contra su prestigio creado al amparo del ocaso de la imaginación. Sus propagandistas hablan de que la realidad supera a la ficción, de que basta con desparramar un poco la mirada para encontrar “la materia” de una novela. Muy bien: al carajo con el Barón de Münchhausen surfeando en el cielo sobre una bala de cañón o al diablo con el doctor Frankenstein y su quimera. Quedémonos entonces con alguien como Edward Guerrero o, mejor dicho, con el autor de La mala costumbre de la esperanza, que dice ocuparse de Edward Guerrero y no hace otra cosa que escribir su autobiografía.
La desgracia ajena mueve a la compasión, a la solidaridad, a la rebeldía. Pero no todas las desgracias ajenas son inspiradoras de la vorágine novelística. Guerrero no es Raskolnikov ni Humbert Humbert. En manos de Bruno H. Piché no pasa de ser un tipo escurridizo del que solo nos queda su incapacidad para el remordimiento y su afición por los pasajes más flamígeros del Antiguo Testamento. Si el propósito consistía en denunciar la inequidad del sistema judicial en Estados Unidos mejor habría sido un reportaje y la invisibilidad confesa del autor.