Según cuenta en el primero de los doce ensayos que componen La majestad de lo mínimo (Bonilla Artigas Editores, México, 2021), prolongación y a la vez novedad frente a Ni sombra de disturbio (2014), Fernando Fernández tuvo su primer encuentro con Ramón López Velarde en la biblioteca de sus padres, un día de 1984. Ese encuentro ha cristalizado en una exuberante vocación alentada por la curiosidad, la imaginación y la vehemencia intelectual.
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La majestad de lo mínimo no es un trazo directo de López Velarde; no tiene un interés biográfico ni interpretativo; es, por encima de todo, un tapiz confeccionado por piezas en apariencia transversales, es decir, por testimonios o estudios o acercamientos o trasuntos o visiones de otros velardianos, o de aquellos que no se sabían de esta manera pero lo eran, a quienes Fernando Fernández ha rastreado y encontrado en archivos, confidencias, intuiciones, charlas y bibliotecas. El ensayo inaugural, “De vuelta por el camino de la pasión”, funciona magníficamente de ejemplo. Un señalamiento de Octavio Paz, nada más que eso, conduce hacia Andrés González Blanco. De este modo, espoleado por esta súbita iluminación, Fernando Fernández se lanza en busca de este poeta, narrador y crítico asturiano cuya influencia puede vislumbrarse en la temprana obra velardiana. Y solo para apuntalar: un sueño invoca a José Luis Martínez que a su vez invoca el retrato de López Velarde que Saturnino Herrán elaboró para el semanario Vida Moderna en 1916, y una curiosidad hemerográfica lleva a la primera novela de Artemio de Valle-Arizpe, Ejemplo, publicada en Madrid, en 1919, en la que uno de los personajes, Fray Ramón de la Penitencia, está inspirado en el poeta jerezano.
Dos ensayos, sin embargo, despuntan en el conjunto: “Señorita con nombre de flor” y “Para seguir hablando de Montaigne”. El primero se echa a cuestas una tarea emocionante y casi imposible: capturar la vida de Margarita Quijano, la musa esquiva, a partir de las noticias y los recuerdos de sus contemporáneos, siempre escasos, nunca suficientes. El segundo dialoga con la leyenda de acuerdo a la cual López Velarde contrajo la neumonía que provocaría su muerte durante una noche helada en la que alargó el regreso a su casa porque no quería más que seguir hablando de Montaigne.
Fernando Fernández procede a la manera de un director de orquesta. Consigue armonizar voces separadas en el espacio y en el tiempo, obtener una escrupulosa polifonía, y aun escenificar los desplantes de algunos solistas, con el único y orgulloso propósito de presentar a López Velarde como una figura inagotable. Esa es la seña a la que no podemos resistirnos tras la lectura de La majestad de lo mínimo: resulta vano el intento de fijar la grandeza de una obra literaria cuando no sugiere otra cosa que volver una y otra vez a ella para seguir prolongando su vida.
AQ