Parece idea simple, la de Émile Benveniste: “La relación entre el estado de paz y el estado de guerra es, de antaño a hoy, exactamente inversa. La paz es para nosotros el estado normal, que una guerra viene a romper; para los antiguos, el estado normal es el estado de guerra, al que una paz viene a poner fin”. (Vocabulario de las instituciones indoeuropeas. Taurus, 1986). Pero es un salto cualitativo respecto de toda la humanidad anterior y un giro en nuestra concepción de la historia. Para nosotros, la paz es el tiempo estable y la guerra, interrupción de la normalidad.
No es que todas las generaciones anteriores desearan la guerra, sino que no sabían cómo salir de la lógica de las confrontaciones. Hay muchas propuestas, desde idílicas hasta hegemónicas. Unas arguyen por vía de la virtud humana, extendida a formas jurídicas y políticas; otras proponen un equilibrio de fuerzas, o una dominación mundial. La pax romana tuvo sus ventajas operativas pero era, en los hechos, un sojuzgamiento, según atestiguan el mismo Tácito y el dicho de Vegecio, atribuido a César: “si quieres la paz, prepárate para la guerra” (si vis pacem para bellum).
En la Edad Media, Raimundo Lulio, franciscano y pacifista, proponía una instancia universal, superior a las naciones, responsable de mantener la paz y la concordia: el Papa. Claro que, para lograr esa paz estable, era necesaria una cruzada que impusiera la hegemonía universal de la Iglesia Católica.
Sabemos que el Renacimiento no sólo fue posible por la imprenta sino también, en igual medida, por la artillería. Y si alguno tuvo su ensueño con las sociedades indivisas, las pequeñas agrupaciones neolíticas, puede leer el ensayo “La arqueología de la violencia”, de Pierre Clastres: la ausencia de Estado es un permanente estado de guerra.
Solamente hallo un caso, entre los pacifistas, que haya podido concebir algo semejante a lo de Benveniste: Immanuel Kant. No el filósofo formidable de las Críticas sino el viejo ensayista, sabio, raro, gran conversador y un poco enrevesado: “La paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza —status naturalis—; el estado de naturaleza es más bien la guerra, es decir, un estado en donde, aunque las hostilidades no hayan sido rotas, existe la constante amenaza de romperlas. Por tanto, el estado de paz debe entonces ser fundado”.
La paz perpetua es una obra brevísima y admirable por su respeto al lector: intenta ser claro y sencillo; casi logra hacer a un lado los tecnicismos y hasta quiso contar un chiste, al inicio de la obra, pero, como es Kant, el chiste es malísimo. Pasado ese bobo primer párrafo, construye un mecanismo escueto, elegante y formidable. Seis artículos preliminares: 1. No se valen los tratados que sean cálculo para ganar una siguiente guerra. 2. Ningún Estado puede ser tratado como propiedad. 3. Los ejércitos permanentes deben desaparecer por completo con el tiempo. 4. No debe el Estado endeudarse para mantener políticas exteriores. 5. Ningún estado debe inmiscuirse en la constitución ni gobierno de otro estado. 6. Ni siquiera en guerra se vale utilizar recursos que imposibiliten una paz futura. Y solamente tres artículos definitivos, para todos los países: 1. La constitución política debe ser en todo Estado, republicana. 2. El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres. 3. El derecho de una ciudadanía mundial debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal.
La maquinaria está puesta desde 1796, pero no se había usado sino hasta hace muy poco. Requiere una actitud cosmpolita y un funcionamiento republicano (que hoy decimos democrático) de instituciones que no se perviertan en manos de autócratas.
No hay que confundir adjetivos: perpetua no es eterna. “Perpetua” es un concepto de duración y mecanismo, no de religión y fe. Es una mecánica de la paz. Un mecanismo jurídico, artificial, inventado, para que la paz no se rompa. No se trata, como antes, de concordia y caridad sino de derechos, leyes y, como diría Jacob Burckhardt: “el Estado como creación calculada y consciente: como obra de arte”. Si hemos de abandonar el estado de naturaleza y su belicosidad, más nos valiera entender que se trata de construir una estructura de leyes y normas de derecho, y no de establecer una justicia que satisfaga a dioses y sus esbirros. Mecanismos, instituciones y funciones, no escaleras al paraíso ni mesianismos que, aunque fueran de buena fe, desembocan sin embargo en la violencia.
AQ