La memoria está en el futuro

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

El pasado se inventa y, conforme se inventa, se verifica.

Álbum familiar. La memoria es un acto de imaginación reminiscente que cimienta la identidad de una persona. (Foto: Laura Fuhrman | Unsplash)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Conozco a dos hermanos que no se hablan entre sí, y fui testigo de su pleito de ruptura. El mayor de ellos recordaba cómo, varias veces, él y su hermano tuvieron que recoger a su padre alcohólico, unas veces del piso de la propia casa, otras de la calle. El hermano menor reconocía el alcoholismo del padre, pero se negó con furia y lumbre a aceptar la versión del otro hermano. Adiós.

Cada uno tenía una memoria fundamental, en la que se inscribían no solamente los hechos sino algo de radical importancia en su propio recuento y autorreconocimiento. Aquel pleito de ojos inyectados y rostros enrojecidos, no solo los separó. También lograron algo: poner en pausa, sin conclusión posible, fáctica, la historia del padre, enviada a segundo plano ante la nueva: el irreductible pleito entre los hermanos, acerca de un pasado que lograron volver inaccesible. Una versión tiene que aniquilar a la otra para ser verdad.

La verdad puede mostrarse como entidad forense. Lo mismo en términos jurídicos (el testigo fija la veracidad) que literarios: a veces el narrador, a veces un personaje... Es inquietante que esa forma de la memoria pueda ser, por igual, la residencia de la demostración o la más irreductible incertidumbre. Por ejemplo, Rashomon, la magnífica película de Kurosawa, que junta dos cuentos, igual de magistrales, de Akutagawa: el homónimo “Rashomon” y “En el bosque”. Cinco testimonios forenses, perfectamente verosímiles, hacen imposible determinar la verdad acerca de la muerte de un joven samurái.

O puede presentarse como suele presentarse en uno, en eso que los literatos dieron en llamar stream of consciousness, o “flujo de conciencia”: un correr de recuerdos, sensaciones, pedazos de algo intuido e imágenes, necesarias, caprichosas, sorprendentes, de cuya antología decimos yo. Desde mediados del siglo XIX, la literatura, principalmente la novela, ha intentado representar esas extrañas maneras del flujo mental. Es la cosa de Woolf, Joyce, Beckett, Roa Bastos... y parece un recurso mucho más moderno, pero en realidad fue, hace mucho, un modo de concebir el mundo, desde la filosofía natural. ¿No son el poema de Empédocles, los retazos de Demócrito y el poema de Lucrecio una forma del “flujo de conciencia” de la Naturaleza, donde las fuerzas de atracción y repulsión forman por azar la conciencia del Mundo, y de modo derivado, las de los individuos?

Más allá de fechas y recursos formales, las dos posibilidades de acercarse a la memoria son, además de irreductibles entre sí, imposibles de verificar... Ninguna es más confiable que la otra. Y es su naturaleza, porque la verdad es un acuerdo entre símbolos, mientras que la realidad es una disposición de hechos. Entre unos y otra, sombras y asombro.

Y los milagros suceden. Cada día averiguamos un poco más, de modo más preciso, con mejores recursos, acerca del pasado. Schliemann escarbó siguiendo sus intuiciones literarias; cuando dio con trastos y una máscara, dijo: “Troya”. Estaba lejísimos, pero ni él ni su época imaginaban cuánto. Sin embargo, de él surgieron todas las demás excavaciones y técnicas. Hoy, una composición del hierro en unos cuantos enseres lleva a los arqueólogos a deducir rutas comerciales; luego, otros, de aquellos intercambios descubren influencias lingüísticas, y ahora creemos saber que Homero era un diplomático cilicio, hijo de un mesopotamio y una sierva griega (la tesis de Schrott). Y la erudición actual seguramente resultará cándida en unos cuantos años.

Como sea, en una versión o en otra, el pasado se inventa y, conforme se inventa, se verifica. La memoria está en el futuro. Y se genera por ambas vías, la forense y el flujo azaroso de la conciencia. Cada enunciado, cada número de un suplemento, cada libro cree ser registro forense: un hecho verificado y verificable. En el tiempo se vuelven flujo de conciencia, en el río revuelto de cada lector, cada interlocutor, o en la propia memoria.

“Herencia exogenética”, la llaman Peter y J.S. Medawar, en un libro espléndido: De Aristóteles a Zoológicos. Un diccionario filosófico de biología (FCE, México, 1988); una herencia que no tiene nada que ver con la genética ni la biología; es decir: con los hechos demostrables en sentido forense, sino con aquellas formas de conciencia que se mueven por amor y odio, atracción o repulsión, y que no sabemos si nos llevan o las llevamos hasta reconocernos como la persona que creemos ser.

Julio Hubard


Poeta, ensayista, traductor. Autor, entre otros libros, de 'Hacéldama' y 'Presentes sucesiones'

AQ

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