No hay literatura sin introspección y autorreferencia; sin embargo, el subgénero ahora llamado autoficción, que se caracteriza por el hecho de que el autor se asume como personaje, se ha vuelto una de las modalidades de escritura más populares y exitosas comercialmente. Este subgénero se ha convertido en un insumo primordial en la oferta y demanda narrativa y sus representantes han conquistado los prestigios y reconocimientos más importantes (incluyendo el Nobel).
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El auge de la autoficción en la literatura coincide con la tendencia de la cultura popular contemporánea a fundir y confundir deliberadamente las dimensiones de lo privado y lo público. En los medios masivos y en las redes la exposición de la intimidad con todos sus detalles se ha vuelto una moda en la que se mezclan el egocentrismo y el afán de lucro. Por eso, cabe preguntarse si este florecimiento de la autoficción representa una prolongación de esta moda narcisista o, bien, una renovación y ampliación de la tradición literaria del “yo”.
Como señalan sus teóricos, la autoficción constituye un híbrido que mezcla la vivencia del autor con la del personaje y que se presenta en parte como novela y en parte como autobiografía, jugando con las convenciones de ambas. Esa ambigüedad plantea retos estimulantes a autores y lectores. Por un lado, la autoficción, además de arrojo para exponer la propia experiencia, requiere verosimilitud, intensidad y forma. Por eso, las mejores obras dentro de esta escritura logran un delicado equilibrio entre verdad literal y elaboración literaria, entre catarsis personal y objeto artístico. Por lo demás, la autoficción y su invitación perentoria a retratar, y legitimar, la propia experiencia ha permitido que muchas existencias, antaño condenadas a la marginalidad y el silencio, ya sea por razón de género, raza o clase social salgan a la luz y que muchas zonas de la experiencia vital (la familia, el amor, la sexualidad) sean exploradas por sus propios protagonistas desde nuevos y variados enfoques. Así, la autoficción es una experiencia que contribuye a ampliar el autoconocimiento y que se vuelve también una forma de reconocimiento e identificación con los otros.
Con todo, en muchas de sus manifestaciones, el cultivo de este subgénero no parecería requerir imaginación, ni ambición formal, sino una mera declaración de autenticidad y una prosa utilitaria. Por lo demás, el egocentrismo que caracteriza a la peor autoficción, amenaza con erradicar el interés por el otro. La autoficción como mera exposición desplaza la atención de la imaginación y elaboración formal a la llana confesión, cuando no a la impostación o la autoindulgencia. En suma, en esta modalidad se pueden seguir rastreando obras ejemplares que combinan la introspección más reveladora y la excelencia expresiva, pero también la producción en serie de nudismo sensacionalista. La primera vertiente seguirá convocando a lectores perspicaces y activos; la segunda, a meros mirones.
AQ