De las páginas de Hans Magnus Enzensberger obtuve, hace mucho, un distingo de sobriedad contra mi soberbia de estudiante de filosofía. Él contrastaba la cantidad de datos y saberes entre una peinadora estilista y Melanchthon, erudito maestro y compañero de Lutero que colaboró en la traducción del griego para la Biblia y quedó como epítome de la sabiduría para los alemanes. Enzensberger hacía ver que la cantidad de datos que tenía la peinadora acerca de chismes de cine y tele no eran menos que los que tenía Melanchthon sobre griego, historia sagrada, teología. No es la cantidad sino la calidad, pero ¿qué los distingue?
La calidad de vida y el sentido son lo fundamental, para Enzensberger. Pero señalaba otro distingo. El oficio de la peinadora le permite poner las manos sobre una cabeza ajena mientras ocupa la propia en relatar un pleito marital entre famosos o el horario de transmisión de un programa. Su oficio y su pensamiento ni se tocan ni se requieren uno al otro. En cambio, Melanchthon necesariamente conecta su oficio y su conocimiento: saber griego y traducirlo son una ocupación continua.
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Pero hay muchos otros modos de relación entre la cabeza y el cuerpo; entre pensamiento y acción, pues. Y rara vez topa uno con algo tan perfecto como el capítulo XXII de Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. El narrador es un guacho (un hijo de nada, huérfano o sin linaje) que va en camino de hacerse gaucho. Su maestro es Don Segundo, un verdadero gaucho recio, duro, justo y de pocas palabras, pero todas significativas. El narrador ha aceptado “hacer la amansadura” de unos potros. No era todavía un gran jinete, pero tenía junto a Don Segundo. Uno de los potros parecía difícil; era el de “probar los forasteros”, pero ya estaba metido en el contrato y ni modo de arrugarse si, encima, el gaucho sabio lo guiaba: “Lárgalo no más”; “No le bajés el rebenque”. Sin signos de admiración:
“Mi mejor ganancia estaba en que don Segundo ya había visto de qué se trataba. Lo comprendí porque me dijo: —No le bajés el rebenque—. Por segunda vez lo azotó por las patas y el bayo se abalanzó. La partida le iba a resultar más dura, pues mandado por mi padrino, le crucé el hocico de un rebencazo y, cuando como anteriormente se clavó a corcovear, le menudié azotes por la cabeza sin darle alce. Ni bien quiso pararse, don Segundo lo apuró a lazazos, para quitarle la maña de volverse sobre el corcovo. Entrando en el juego, aumenté la dosis de lonja, cosa que me permitía charquear en el rebenque, al par que abatatar al bruto. Y viendo mi resistencia a los sacudones, se me calentó el cuerpo y empecé a aporrearlo al bayo, al compás, repitiendo como un estribillo el dicho del patrón: —Al que corcovee, ¡leña! y ¡leña! y ¡leña!— Y salimos por la playa, ya sin sentadas ni vueltas, arrastrados por una bellaqueada furiosa. No hubo nada que hacerle, la habíamos ganado desde el primer tirón y la seguimos ganando hasta el fin. Las riendas no me servían para afirmarme, porque el bruto sacudía tanto la cabeza, que llegaba a golpearme los estribos. Pero en el compás mismo de la rebenqueada había yo encontrado una base de equilibrio, que no perdí hasta volver a la puerta misma del corral…”
No se entiende nada y se entiende todo, perfectamente. Qué extraño resulta hallar en el mismo género literario, el de la Bildungsroman (“novela de formación en el conocimiento y construcción de carácter”), al Wilhelm Meister de Goethe o hasta al Hans Castorp de La montaña mágica, y a este narrador de Don Segundo Sombra. Y, de hecho, en tanto que bildung, las tribulaciones de los europeos y los personajes modernos y urbanos parecen más cercanos a la peinadora.
Borges lo entendió porque sabía que su destino no era un oficio que involucrara al cuerpo. Ciego y frágil, lo intrigaron los cowboys, lo fascinaron los gauchos y el necesario vínculo y la precisa continuidad entre saber y hacer; que no es la mente y no es el cuerpo, sino ambos a una. La primera vez que el narrador se emplea con los lazos, se pela y sangra las manos: “¡Hacete duro, muchacho!”, le dice Don Segundo, con signos de admiración.
Será falla de mi memoria, pero no hallo mejor obra que Don Segundo Sombra para completar el género de la bildungsroman. Y sobre todo por un desafío a la caracterología de la modernidad urbana: la madurez que relata Güiraldes es inmune al gran mal del Occidente moderno y urbano: el Tedio, capaz de devorar peinadoras y eruditos, no puede nada contra ese estoicismo rural.
AQ